Homilía en Eucaristía con Comunicadores
Iglesia El Sagrario, Santiago, viernes 30 de mayo de 2014
Fecha: Viernes 30 de Mayo de 2014
Pais: Chile
Ciudad: Santiago
Autor: Mons. Alejandro Goic Karmelic
Hch 18, 9-18 – Sal 46, 2-7
Jn 16, 20-23a
Un verdadero tesoro nos ha regalado el papa Francisco con su mensaje para la cuadragésimo-octava Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales, al poner en el centro la comunicación entendida como proximidad, es decir, al servicio de una auténtica cultura del encuentro.
De paso nos recuerda un principio clave en el magisterio eclesial: el fin primero de toda comunicación es la comunión, la posibilidad de encontrarnos los unos con los otros, aportando cada uno lo mejor de sí, reconociendo en el hermano, la hermana, a un
legítimo otro, y buscando con buena voluntad construir juntos un proyecto compartido.
Se pregunta el papa Francisco si es posible, aun a pesar de nuestros límites y pecados, estar verdaderamente cerca los unos de los otros. Y aventura un camino de respuesta en la parábola del buen samaritano, que también es –dice el Santo Padre- una parábola del comunicador. Contemplemos este camino en el relato del buen samaritano, que superando los prejuicios y la distancia social se hace prójimo y cercano,
comunica, se hace común, se dona y, al donarse, se deja transformar por Dios.
Comunicar significa tomar conciencia de que somos humanos, hijos e hijas de Dios. Por eso el Papa define este poder de la comunicación como «
proximidad». Vale la pena, entonces, preguntarse con mucha honestidad: cuando comunicamos en la Iglesia, ¿somos próximos, prójimos?
Me lo pregunto como obispo y pastor: ¿voy al encuentro de las personas? Lo que digo, decido, y hago, mis modos de actuar y de vivir ¿son expresión de una auténtica voluntad de ir al encuentro de los hermanos y hermanas, con la disposición del buen samaritano? ¿Estoy siendo capaz de la mínima empatía que se nos pide a quienes hoy damos testimonio de Cristo? ¿Me duelo con el dolor de quien sufre, estoy cerca y disponible?
Personalmente pienso que el sucesor de Pedro en este tiempo de la historia es un don magnífico para la Iglesia. Necesitábamos este remezón. Hacía falta entre nosotros el espacio para cuestionarnos y dejarnos cuestionar. La renovación de la Iglesia y las necesarias correcciones no son una tarea que debamos esperar de otros. ¡Somos nosotros los invitados a desplegar lo mejor de sí! Jesús hace nuevas todas las cosas, también renueva su Iglesia, y nosotros, sus discípulos misioneros, hemos de ser activos protagonistas de este tiempo de conversión y gracia.
¿Es muy alta la vara que nos pone el papa Francisco? ¿O es sencillamente la misma y justa vara que Cristo el Señor nos ha dejado como Buena Noticia, como proyecto del Reino de Dios, como misión y tarea para su Iglesia?
Hoy resuena firme la palabra del Señor a san Pablo que se nos ha proclamado en la lectura de los Hechos de los Apostóles: “
No temas. Sigue predicando y no te calles. Yo estoy contigo”. No vamos a callar el infinito amor de Dios a su pueblo. Reconociendo que no somos dignos de tanto bien recibido, por nuestras propias faltas, debilidades e incapacidad de amor. No dejaremos de proclamar la misericordia del Señor.
Comunicar esta esperanza es un desafío para la Iglesia. Cada día experimentamos un nuevo aprendizaje, pero no siempre con suficiente humildad. La tarea es muy clara, y el Papa la dice con todas sus letras en su mensaje: “
Que nuestra comunicación sea aceite perfumado para el dolor y vino bueno para la alegría. Que nuestra luminosidad no provenga de trucos o efectos especiales, sino de acercarnos, con amor y con ternura, a quien encontramos herido en el camino”.
En esa capacidad de encuentro, de empatizar con los hombres y mujeres en medio de un mundo cambiado y cambiante, es donde brillará la luz del Resucitado. Y en toda comunicación auténtica florecerá el Señor. En la emoción de mirarse a los ojos, en el diálogo apasionado de la comunidad del barrio, en el foro cotidiano de las redes sociales. En cada encuentro florecerá el amor de Dios. Y, como se nos ha proclamado en el Evangelio, nuestra tristeza se convertirá en gozo. Una alegría que nadie nos podrá quitar.