Homilía de Don Enrique Alvear en primer Aniversario del martirio de Mons. Romero
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Homilía de Don Enrique Alvear en primer Aniversario del martirio de Mons. Romero

Su Cuerpo y su Sangre fueron un sacrificio agradable a Dios por la liberación de sus hermanos

Fecha: Martes 24 de Marzo de 1981
Pais: Chile
Ciudad: Santiago
Autor: Mons. Enrique Alvear

El 24 de marzo de 1980, a las 6:30 de la tarde el Obispo Romero celebraba su última Misa en la tierra.

Terminada la liturgia de la Palabra, no alcanzó a pronunciar las palabras de la Consagración: Esto es mi Cuerpo, ésta es mi Sangre, porque una bala asesina convirtió su propio cuerpo y sangre en sacrificio redentor.

No alcanzó tampoco a unirse con Cristo en la comunión de la Misa, porque su sacrificio culminó en la eterna comunión con Cristo glorificado en el cielo.

Las palabras sencillas que pronunció en su homilía inmediatamente antes de su martirio, son como el discurso de Jesús en la Última Cena que expresan la motivación de su entrega total al Señor por sus hermanos.

Allí, comentó el pasaje evangélico leído por él mismo (Jn 12, 23-25): “… si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere da mucho fruto. El que ama su vida, la pierde; el que odia su vida en este mundo la guardará para la vida eterna”.

Hizo varias afirmaciones que con claridad nos dicen cómo él ha afrontado la vida, cuál ha sido su esperanza cristiana, cuál el llamado de Dios que él ha experimentado y cuál el sentido de su sacrificio:

- No debe cuidarse a sí mismo “para no meterse en los riesgos de la vida”… “la historia lo exige y quien quiera apartarse del peligro perderá su vida”, como lo ha dicho el Evangelio.
- En cambio, el “que se entrega por amor a Cristo al servicio de los demás… vivirá como el granito de trigo… si no muriera se quedaría solo”.

Después se refirió a la esperanza cristiana:

“El Reino ya está misteriosamente presente en nuestra tierra. Cuando venga el Señor consumará la perfección: ésta es la esperanza que alienta a los cristianos”.

Pero como esta esperanza pudiera justificar la pasividad del cristiano, agregó:

“… la espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino mas bien avivarnos la preocupación de perfeccionar esta tierra… Sabemos que todo el esfuerzo por mejorar una sociedad… sobre todo cuando está tan hundida en la injusticia y en el pecado es un esfuerzo que Dios bendice, que Dios quiere, que Dios nos exige”.

Luego afirmó su confianza en la resurrección:

“Sabemos que nadie muere para siempre”; y su confianza en la recompensa de Dios para “los que han puesto en su trabajo un sentido de fe muy grande, de amor a Dios y de esperanza entre los hombres”.

Sus últimas palabras fueron como las palabras de la consagración que unían su propio sacrificio al sacrificio del Cuerpo y la Sangre de Cristo.

“Y esta Sangre, sacrificada por los hombres, nos aliente también a dar nuestro cuerpo al sufrimiento y al dolor, como Cristo, no para sí, sino para dar justicia y paz para el pueblo”.

A pocos instantes de terminar esta frase, su corazón fue impactado por la bala que hizo de su cuerpo y de su sangre, un sacrificio agradable a Dios por la liberación de sus hermanos: había llegado a la plenitud de su fe y de su amor en la entrega total de sí mismo.

Para llegar a la madurez de su fe el Obispo Romero debió recorrer un camino, iluminador para todos los que en la Iglesia queremos crecer en el compromiso de nuestra fe, de nuestro amor y de nuestra esperanza cristiana.

Oscar Romero no recorre ese camino de la fe solitariamente, sino que “es el Pastor que juntamente con su pueblo ha ido aprendiendo la hermosa y dura verdad de que la fe cristiana no nos separa del mundo, sino que nos sumerge en él; de que la Iglesia no es un reducto separado de la ciudad, sino seguidora de aquel Jesús que vivió, trabajó, luchó y murió en medio de la ciudad”. (Discurso en Lovaina, II, 80).

A medida que se inserta en su pueblo campesino y poblacional, constata la situación de inhumana pobreza en que viven, expresada en salarios de hambre, desempleo y subempleo, desnutrición, mortalidad infantil, falta de vivienda adecuada, problema de salud, inestabilidad laboral (cfr. P.29).

Esta constatación, dijo el Obispo Romero, “lejos de apartarnos de nuestra fe, nos ha remitido al mundo de los pobres como a nuestro verdadero lugar, nos ha movido como primer paso fundamental a encarnarnos en el mundo de los pobres” (Lovaina).

Cuando recién llegó el Obispo Romero a su Arquidiócesis de El Salvador, tuvo la impresión de que frecuentemente la motivación de política partidista había sustituido a la inspiración de fe en Jesucristo para impulsar las labores pastorales y de servicio.

Más a medida que va conociendo, en sus permanentes visitas y diálogos, el compromiso verdaderamente evangélico de las Comunidades Cristianas, va cambiando de opinión.

Va descubriendo una tarea de Iglesia en la cual no tenía experiencia. La tarea de una Iglesia inmersa en un contexto socio-político marcado por grandes desigualdades, por grandes injusticias y por una durísima represión que provoca la violencia de todos los marginados por el poder.

¿Qué hacer?

Mons. Romero es un hombre de Dios abierto al desafío que Cristo plantea a su Iglesia a través de la dura realidad que vive con los pobres.

¿Habrá que cuidar la identidad de la Iglesia alejándola de los conflictos que experimenta la sociedad?

¡No!

Siente que sería pecado vivir tan preocupado de su propia identidad de Iglesia que esa preocupación llegara a inhibirla de acercarse al mundo (3ª Carta Pastoral).

Comprende, como Pastor, que no es pecado el esfuerzo que hace por estar muy cerca de los problemas reales que afectan a los hombres y comprometerse con ellos (id.).

Para orientar el compromiso propio de la Iglesia en medio del conflicto en que vive, escribe su tercera Carta Pastoral (agosto ’78) sobre el tema más conflictivo: “La Iglesia y las Organizaciones Políticas Populares”.

¿Habla como quién aspira a un liderazgo político?

Leamos su propia declaración en su Homilía del 24-II-80:

“Desde esta Iglesia voy a dirigir también una mirada a la política del país. No como político, no lo soy, sino como pastor, guiando a un pueblo para que sea iluminado con los principios cristianos; y ya que tienen que vivir ustedes en el mundo de esas realidades políticas como yo también las tengo que vivir como Pastor, sepamos cómo criticarlas, cómo juzgarlas desde el Evangelio y cómo también colaborar, comprometernos para hacer de nuestra historia, la historia según el proyecto de Dios”.

En esa tercera Carta Pastoral, el Obispo Romero señala primeramente tres principios de fe que aseguren la identidad de la Iglesia en su servicio al mundo popular:

1º La Iglesia tiene como tarea específica la evangelización que, por la Palabra de Dios crea una comunidad-iglesia unida, entre sus miembros y con Dios, mediante signos sacramentales, siendo el principal de ella la Eucaristía.

Por lo tanto, mientras por una parte la Iglesia no debe dejarse aprisionar por la polarización política, por otra parte, debe suscitar vocaciones cristianas explícitamente políticas.

2º La Iglesia, de acuerdo a su propia identidad y misión específicamente religiosa, sirve al pueblo recogiendo todo lo humano y lo justo que haya en su lucha y, a la vez, denunciando con sincera imparcialidad lo que sea injusto en cualquiera organización donde se detecte.

3º La Iglesia debe iluminar estos esfuerzos legítimos de liberación con la luz de su fe y de su esperanza, enmarcándolos en su plan global de la salvación operada por Jesucristo, en la perspectiva del Reino de Dios y excluyendo la violencia.

En el cristiano político debe haber unidad y coherencia entre su fe y su opción política, pero no identificación.

La fe debe inspirar la acción política del cristianismo, pero sin confundirse una y otra.

Debe cuidarse de no sustituir lo típico de la fe y la justicia cristianas, por lo típico de una determinada organización política.

Tampoco se puede afirmar que solo dentro de una determinada organización política sea posible desarrollar la exigencia cristiana de justicia que proviene de la fe.

El Obispo Romero experimentó permanentemente la acusación de meter a la Iglesia en un campo ajeno a su competencia, o sea, de introducirla en el campo de la política.

Esta acusación la recogió Puebla (79): “La misma acción positiva de la Iglesia en defensa de los derechos humanos y su comportamiento con los pobres, ha llevado a que grupos económicamente pudientes que se creían adalides del catolicismo se sientan como abandonados por la Iglesia que, según ellos, habría dejado su misión “espiritual”, y la acusan “de una peligrosa desviación ideológica marxista” (Puebla 1139).

¿Cómo vio Mons. Romero esta acusación?
Dijo en su discurso en la Universidad de Lovaina: “La dimensión política de la fe no es otra cosa que la respuesta de la Iglesia a las exigencias del mundo real socio-político en que vive la Iglesia.

Porque ha optado por los pobres reales y no ficticios, porque ha optado por los realmente oprimidos y reprimidos, la Iglesia vive en el mundo de lo político y se realiza como Iglesia, también a través de lo político. No puede ser de otra manera si es que, como Jesús, se dirige a los pobres” y por eso añade: “Desde la fe hemos juzgado las situaciones sociales y políticas”.

En su discurso en la Universidad de Lovaina nos ha hecho comprender lo que ha enriquecido a la fe esta encarnación real en el mundo socio-político de los pobres.

1º Ahora sabemos mejor lo que es el pecado. La ofensa a Dios llega a producir la muerte espiritual de quien comete el pecado, y también llega a producir la muerte real y objetiva de otros. Tal como en Caín hay un pecado mortal que mata su propia alma, pero ese pecado es también mortal porque acaba con la vida de su hermano Abel.

2º Ahora sabemos mejor lo que significa la Encarnación. El Hijo de Dios al encarnarse no asume la condición de vida del rico, y del poderoso y del que vive seguro y también la condición de vida del pobre. ¡No! Sabemos que la Encarnación se realizó históricamente en el mundo de los pobres. Jesús entra al mundo, podemos decir, por la puerta de los pobres. Desde ellos la Iglesia, para ser de todos, prestará su servicio a los poderosos invitándolos a vivir las Bienaventuranzas, pero no a la inversa.

3º La Iglesia encarnada en los pobres ha comprendido también, que la esperanza trascendente, escatológica, la que se realizará al final de los tiempos, debe comprenderse ya iniciada en los signos sencillos como los que proclama Isaías cuando dice que “construirán casas y las habitarán, plantarán viñas y comerán de sus frutos” (Is 65, 21).

4º Nosotros creemos en el Dios vivo que da la vida y que envía a su Hijo como el Pan de Vida para que los hombres vivan. Logramos comprender todo el alcance de estas verdades tan radicales solo cuando la Iglesia se inserta en medio de la vida y de la muerte de su pueblo. Allí se presenta a la Iglesia, como a todo hombre de buena voluntad, la opción más fundamental para su fe: estar a favor de la vida o de la muerte. O creemos en un Dios de Vida o servimos a los ídolos del poder, de la riqueza, que son ídolos de muerte.

Cuando hablamos y creemos en la vida eterna no podemos olvidar los niveles más primarios de la vida que comienzan con el pan, el techo, el trabajo.

Dios quiere que el hombre viva en todos los niveles de la vida desde lo más puramente fisiológico hasta el nivel más sublime de la vida de la fe y del amor a Dios.

Mons. Romero crece como un gigante en su fe y en su amor y llega a comprender, vivencialmente, que “para dar la vida a los pobres hay que dar de la propia vida y aún más, la propia vida. La mayor muestra de la fe en un Dios de vida es el testimonio de quien está dispuesto a dar su vida: “Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por su hermano” (Jn 15, 13).

Semanas antes de su martirio había declarado, en perfecta concordancia con todo lo dicho:

“He sido frecuentemente amenazado de muerte. Debo decirle que, como cristiano, no creo en la muerte sin resurrección: si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño. Se lo digo sin ninguna jactancia, con la más grande humildad.

“Como Pastor estoy obligado a dar la vida por quienes amo, que son todos los salvadoreños, aún por aquellos que vayan a asesinarme. Si llegaran a cumplirse las amenazas, desde ya ofrezco a Dios mi sangre por la redención y por la resurrección de El Salvador”.

“El martirio es una gracia de Dios que no creo merecer. Pero si Dios acepta el sacrificio de mi vida que mi sangre sea semilla de libertad y la señal de que la esperanza será pronto una realidad”.

Hermanos: Después de reflexionar sobre la vida y el martirio de Mons. Romero, comprendemos que en él, Cristo ha sido de nuevo crucificado.

Se ha repetido hoy la misma conducta que observaron con Jesús los poderes terrenos de su tiempo, con el inocente que ha luchado en nuestros días por la verdad y la justicia del Evangelio, con las armas del Evangelio, en la pobreza y en la indefensión.

La fuerza de poderes cuasi divinizados es capaz de negociar cuando se encuentra con otro poder, igual o más poderoso que él, pero ante el más débil, no se resiste a hacer ostentación de su poder eliminándole de la vida o de la sociedad.

Siguiendo a su Maestro, Oscar Romero entregó su vida a Dios orando por sus verdugos y sembrando esperanza.

Él, Cristo, ha querido darnos un testimonio claro de la fuerza insuperable del amor y la firme esperanza de la victoria del amor sobre todo odio y toda injusticia.

Pido al Espíritu de Cristo que nos haga capaces de decir desde lo más hondo de nuestro corazón, con san Pablo:

“Me alegro de los padecimientos que soporto por vosotros y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo a favor de su cuerpo que es la Iglesia”. (Col 1, 24).

Santiago, 24 de marzo de 1981
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