Una tradición casi ininterrumpida desde el año 1811 congrega en esta Iglesia Catedral a las más altas autoridades del país junto a los representantes de países amigos y a miembros de las organizaciones más significativas de la Iglesia y de la ciudad de Santiago. Desde el año 1970, el Te Deum se ha enriquecido con la participación activa de iglesias, confesiones y comunidades cristianas, y con la cordial adhesión de las comunidades judía y musulmana. A todos y cada uno de ustedes, comenzando por la señora Presidenta de la República, a quienes detentan la autoridad de los poderes Legislativo y Judicial, así como a otras altas autoridades del país, deseo expresar mi cordial gratitud por su presencia en esta celebración. ¡Muchas gracias!
Antes de entrar en el mensaje de de esta celebración, los invito a elevar el pensamiento, el corazón y la oración por las personas que sufren los efectos del terremoto que ha asolado el centro norte de nuestra patria. Desde este lugar de oración expreso cercanía y solidaridad con las familias que han perdido a un ser querido, y con todos los que han sufrido daños en sus casas, bienes y fuentes de trabajo. Invito a estrechar filas con las iniciativas que promueva el supremo gobierno y con los organismos de solidaridad para que el dolor de quienes han sido víctimas, se vea aliviado por el compromiso de una pronta y efectiva recuperación.
1. Un tiempo especialmente complejo
Vivimos un tiempo difícil. Estamos impactados por distintas formas de corrupción que se están instalando entre nosotros, así como por la falta transversal de seguridad, que abarca desde las poblaciones más vulnerables hasta los barrios más acomodados de la ciudad, los que experimentan el flagelo de la droga, de los robos y de otras formas de violencia e intolerancia. Se ha ido posicionando en nuestra sociedad un clima agresivo y violento que despierta temor, inseguridad, genera desconfianza y resquebraja nuestras relaciones humanas. Se endurece el lenguaje, se cultiva la descalificación y hasta el hogar es víctima de violencia intrafamiliar.
En estos días, he sentido personalmente lo que este ambiente produce. Me he sentido expuesto a una crítica descalificadora, como la que muchos de los aquí presentes han experimentado. Me valgo de la oportunidad para pedir perdón a quienes pueden haberse sentido ofendidos y, a la vez, vuelvo a expresar que las puertas del obispo de Santiago y de la Iglesia, están abiertas para restablecer las confianzas, limar las asperezas y ponernos en camino para superar el dolor y construir en esperanza. No nos faltan motivos para vivir en paz, en un país tan grato como el nuestro. Si se ha instalado en la gente un sentimiento de incomodidad y de insatisfacción, si vivimos en un ambiente confrontacional, de polarización política y social y en un clima de desconfianza tanto personal como institucional, debemos redoblar los esfuerzos para que nuestra convivencia sea más sinfónica y la relación entre las instituciones del país colaboren al crecimiento con justicia y equidad, especialmente para los más postergados.
Con estos sentimientos los invito a escuchar el mensaje fraterno que he preparado para esta oportunidad.
2. Crisis de esperanza y solidaridad
No es esta la sede para analizar con profundidad lo que sucede en el país. Para eso está la sabiduría y la responsabilidad de los gobernantes, el Congreso Nacional, el aporte de las universidades, los foros de opinión, así como la conversación cotidiana en que compartimos nuestras impresiones. En cambio, creo que este es el lugar y el momento para acompañar esas reflexiones pensando cómo ejercer mejor nuestras responsabilidades.
2.1. No hay futuro sin memoria
Me atrevo a decir que estamos viviendo una profunda crisis de esperanza y solidaridad, dos palabras y actitudes que se requieren y alimentan mutuamente.
Hay, en algunos, desesperanza en cuanto al desenlace de nuestros conflictos presentes y en el futuro que nos espera. Hay también dudas de que sepamos construirlo sin espíritu sectario, aprovechando las mejores cualidades del pueblo de Chile. Y también de que sepamos entregar a los más jóvenes y, con su activa participación, un país que responda a sus expectativas personales y a su pleno desarrollo.
Se dice, y con razón, que no hay futuro sin memoria. Lo afirmamos particularmente al recordar las situaciones que llevaron a los quiebres políticos, sociales e institucionales sufridos especialmente en 1891 y en 1973 y cuyas heridas aún no terminan de sanar.
Hay, sin embargo, una dimensión aún más profunda de la memoria. Es la memoria agradecida y, en especial, la que se refiere a la raíz fundante de nuestra vida, personal y colectiva. Me refiero a la fe en Dios: “Chau Dios”, en la lengua del pueblo mapuche, “Padre Nuestro” en la tradición cristiana, y “Nombre Santo” con que lo invocan nuestros hermanos judíos y musulmanes. Es un nombre que en cada lengua pronunciamos con reverencia, respetando también a los hermanos que lo buscan sin encontrarlo y a quienes simplemente no creen en Él. Con este espíritu hacemos memoria agradecida de que “en nombre de Dios” se haya iniciado el Cabildo Abierto de 1810 cuando se juró por Dios la independencia nacional ante el hermoso Cristo que hoy nos preside. “Haz memoria -dice Dios a su pueblo- acuérdate y no olvides”. “Pregunta a la antigüedad, a los tiempos pasados, remontándote al día en que Dios creó al hombre sobre la tierra… ¿Qué pueblo ha oído a Dios hablando como tú lo has oído?” (1).
Si queremos construir un país con todos y para todos sus habitantes, aportando a la vez al “cuidado de la casa común” que nos alberga, como invita el Papa Francisco (2), es menester poner bien los fundamentos. La imagen y semejanza de Dios, proclamada por la Biblia, no está en la individualidad sino en la relación, en el amor, porque la persona humana ha sido creada para la comunión (3). Las narraciones bíblicas sugieren que “Se basa en tres relaciones fundamentales estrechamente conectadas: la relación con Dios, con el prójimo y con la tierra” (4).
Sin estas tres relaciones, el ser humano no refleja plenamente la imagen y semejanza de Dios; se queda anclado en su propio yo –aislado– sin comunión. Es el sueño de los autosuficientes, que creen poder construir sobre sus propias fuerzas. La raíz más profunda de los males de una convivencia es olvidar al “otro”, sea este Dios, el prójimo o la misma creación.
Gran parte de la crisis de valores y de sentido que experimentamos en nuestra patria, tiene que ver con el debilitamiento de la solidaridad y el culto a un individualismo que termina sustituyendo a Dios por el amor a sí mismo, tentación presente y antigua, que pretende disputar con Dios la fuente del poder para que el hombre –varón o mujer– termine endiosándose.
Por su parte, la esperanza, que tiene su raíz en Dios, no es primariamente una virtud de futuro; ella pertenece al presente. La esperanza no es un simple deseo o una ilusión. Hay que aprender a aguzar la mirada más allá de lo tangible para descubrirla.
Así, por ejemplo, la esperanza es anunciar la certeza de que el desierto florece mientras se toca la tierra reseca; es contemplar la silueta de una mujer embarazada y bendecirla por la nueva vida que trae en su seno, sin aún haber visto a la creatura. Y en términos cristianos, la esperanza es proclamar resurrección, con los ojos fijos en el crucificado. Esa es “La esperanza que no será defraudada, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones” (5).
Por esta razón, para recobrar nuestras esperanzas, la invitación es volver a posar nuestra mirada en el presente del país -ojalá desde la fe-, donde aparente o realmente no hayamos logrado nuestros propósitos, donde los profetas de mal agüero gritan “fracaso”, donde la vida se ha vuelto inhóspita e incómoda. No hay mejor receta que ésta. Estoy seguro que, uniendo nuestras miradas, descubriremos hoy día, y no mañana, muchas razones para fortalecer nuestra esperanza.
2.2. No hay esperanza sin solidaridad
La esperanza va de la mano de la amistad cívica, de la solidaridad, del amor. Un beso, una caricia, un gesto de cariño gratuito, hacen florecer la esperanza; hacen renacer la sonrisa, ensanchan el corazón, y del árbol caído nace un brote insignificante que anuncia un bosque nuevo. Es lo que experimentamos hace casi 40 años en este mismo templo Catedral y en la casona contigua, la Vicaría de la Solidaridad. Los cientos y miles que acudieron a ella en Santiago y desde regiones, al ser acogidos gratuitamente, al experimentar la conmoción que producía su dolor, sintieron renacer sus esperanzas, y muchos, muchísimos, se hicieron parte de esta corriente solidaria capaz de gestar nueva vida en los dolientes. Una vez más, de la solidaridad renacía la esperanza.
Esa solidaridad no es solo un hecho del pasado. Es memoria que nos sirve para construir el presente y el futuro, basados en la parábola del Buen Samaritano que acabamos de escuchar.
Cuatro son las actitudes que caracterizan al samaritano: Ve, se conmueve, sirve e incluye. El fruto de ese gesto solidario es devolver la esperanza y la vida nada menos que a un ser humano.
a. También hoy es esencial aprender a “ver”, que no es lo mismo que “mirar”. De hecho, se puede mirar sin ver. Y así lo decimos cuando afirmamos que en nuestra sociedad los más necesitados simplemente no se ven. Tal vez nos complique ver a los más pobres y excluidos, a las personas que sufren distintos tipos de discapacidad, a los ancianos, a los enfermos e, incluso a muchos migrantes. También tendemos a invisibilizar a los encarcelados, cualquiera sea la causa de su encierro, el crimen común o la violación a los derechos humanos. ¿Cuál será la razón? Según la parábola, para ver se requiere mirar desde la periferia, desde el caído. Como afirma el Papa Francisco, en su carta encíclica Laudato Si’, “Desde el valor de un pobre”.
b. Quien ve se conmueve tiene una experiencia que lo inquieta, se siente aludido, se hace parte y, si no lo hiciera, su conciencia no lo dejaría en paz. No se puede ver y seguir viviendo igual. En este caso, el samaritano ve y se “conmue-ve”. Enseña la Sagrada Escritura que Dios vio la opresión de su pueblo esclavizado, se conmovió y bajó a liberarlo. Y cada vez que Jesús vio la enfermedad, el hambre y el dolor profundo, se “conmovió” y de esa conmoción brotó la cercanía, la palabra de perdón, la sanación.
c. En nuestro caso, la conmoción del samaritano lo lleva a servir, postergando y perdiendo algo de lo suyo: pierde el tiempo, pierde el vino y el ungüento, pierde su cabalgadura, pierde sus monedas y arriesga otras más. Esa es la urgencia de la solidaridad que devuelve la confianza, la salud y la vida al que había sido víctima de los asaltantes. No hay solidaridad posible si no arriesgamos lo nuestro. La solidaridad efectiva siempre nos despoja de algo importante, nos complica los planes, nos cambia de rumbo y, a veces, de manera definitiva. Y cuando se nos produce una conmoción ante los indeseables, es decir, ante los leprosos de cada época, se puede también perder hasta la fama. Así le sucedió a Jesús y a los profetas: Por hacer tal cosa fueron desprestigiados y hasta demonizados.
d. Finalmente, este Buen Samaritano es alguien que incluye: golpea la puerta, pide posada, compromete al posadero, a quien ayuda a “ver”, a “conmoverse” y a cuidar al malherido. Y se lo confía para su pleno restablecimiento. Hoy contamos con redes muy potentes de comunicación. Las podemos usar para la satisfacción de curiosidades o podemos formar e integrar redes solidarias. Podemos saturarnos o acostumbrarnos a las tragedias mundiales como los estragos del Estado Islámico, los cientos de migrantes que naufragan y mueren en el mar, al tráfico de personas y de órganos, incluso de criaturas abortadas, y cambiar de programa para no “ver” más. O bien, abrir los ojos y buscar en la red nuestro aporte a la esperanza y a la solidaridad de este mundo.
Esta parábola se aplica sola a nuestra convivencia. Solo me permito subrayar que para alcanzar la solidaridad, que necesitamos con urgencia; tenemos que relativizar nuestras ideologías y despegarnos de nuestros títulos, poderes, prejuicios, y de todo aquello que nos impida “ver” a los demás. Así no tendremos que preguntar: “¿Quién es mi prójimo?”, como lo hace el doctor de la ley (6). Lo importante será preguntarnos -¿Qué estoy dispuesto a ofrecer e incluso a perder en favor de mi hermano, de mi hermana, de mi país? Y esta pregunta, precedida de una certeza: lo que ofrezco de mi tiempo, de mis bienes, de mis iniciativas, no muere sino que se multiplica al ser ocasión de mejor vida para los demás.
Me permito recordar que esta fue una de las tres preguntas esenciales que se hicieron a quienes participaron hace 30 años en el Acuerdo Nacional para el Restablecimiento de la Plena Democracia. La pregunta fue: Para acceder a la plena democracia ¿A qué está usted dispuesto a renunciar, o a poner en un segundo o tercer lugar, para obtener lo deseado? Y ese acuerdo hizo renacer la esperanza en tiempos de profunda desesperanza y, por lo mismo, de gran agitación social.
3. Una nueva convivencia esperanzada y solidaria
He querido dar a esta homilía un tono familiar, con una reflexión sencilla e incluyente, que pueda expresar el sentir personal de muchos de nosotros porque la sociedad la componemos las personas, únicas e irrepetibles, sensibles, generosas, creativas, pero también heridas y sufrientes como lo somos. Sin embargo, esta enseñanza tan bíblica y evangélica, en que nos hemos inspirado, puede ciertamente iluminar a nuestra sociedad en su conjunto. Ella puede iluminar nuestras organizaciones, nuestras instituciones y, por lo mismo, a la política que se requiere para que las soluciones puedan aspirar a un nivel global.
En este sentido, me permito señalar tres desafíos muy actuales, en los cuales necesitamos perseverar:
3.1. Cuidar la creación y la vida
De Dios Padre creador recibimos la vocación de cuidar la vida. Es lo más sagrado que hemos recibido y Dios no ha delegado en nadie ni el control ni el señorío sobre la vida.
Nuestra generación conoce los genocidios, el empoderamiento de las dictaduras, siempre sangrientas, la extorsión, el chantaje. Y cada día conocemos las cifras mortales del mundo en que vivimos.
Si cuidar la “hermana–madre tierra” es un mandato del creador para que no se siga degradando el planeta, este se refiere, en primerísimo lugar a los más pobres y a los más excluidos que quedan frecuentemente en el último lugar. Cuando esto no nos importa damos paso a la ‘cultura del descarte’: “Descarte de personas, descarte de pueblos, descarte de países” (7).
Por esta simple razón, cada vida que germina o que nace es un llamado a cuidarla con el mayor esmero. Y si esto es un desafío que concierne a cada creatura, con más razón a un ser humano que está al centro de la creación.
La espera gozosa de un nuevo hijo, una nueva hija, es normalmente un acontecimiento que acompaña a la mujer embarazada. Ella sabe que ese ser humano no le pertenece solo a ella: Le pertenece a ella y a toda su familia, especialmente, al padre y a sus hermanos. Y porque pertenece a la familia nuclear, también pertenece a la familia humana que, esperanzada y solidariamente, tiene el deber de procurar los medios para un nacimiento digno, así como para el crecimiento, la educación y el pleno desarrollo de una nueva criatura.
Sin embargo, no somos para nada indiferentes o insensibles. Muy por el contrario, sabemos bien que hay razones que, a veces, hacen dolorosa y hasta riesgosa la espera. Lo sabe la ciencia médica, que debe responder éticamente. Lo sabe la familia, llamada a acompañar y a sostener con amor.
Cuidar la vida es nuestra vocación. Amar la vida es nuestra dicha. Proteger la vida de los más pequeños e indefensos, es nuestra misión irrenunciable.
3.2. Crecer en humanidad
Una de las tragedias más grandes de nuestro mundo, es que nos hemos deshumanizado. Tal vez, no hayamos aprendido a conjugar nuestra humanidad con los avances de la técnica y de las ciencias. Tal vez sea porque se han vuelto más anónimas nuestras relaciones, sobre todo en la gran ciudad. Tal vez, porque tenemos temor a mostrarnos sensibles y humanitarios.
Por eso, uno de nuestros desafíos más importantes es crecer en humanidad. Es lo más nuestro. La gente sencilla, cuando encuentra buena o justa a una persona dice simplemente: “¡Qué humana es esa persona!”. Hay que devolver humanidad al saludo, en el Metro y en el Transantiago, en la conducción en las calles, en las relaciones personales y comerciales, en la discusión de las leyes y también en las relaciones institucionales. Y la Iglesia no está exenta. Tenemos que recobrar la humanidad de Jesús en nuestras relaciones, en nuestro discurso, en nuestros planteamientos y aprender a vivir con sencillez al interior de nuestras comunidades.
Paradójicamente, en nuestro mundo, el trabajo hecho para el crecimiento del ser humano, se transforma fácilmente en inhumano. La búsqueda del poder y éxito económico como algo primario a nivel personal y social, nos deshumaniza y hace de muchas personas explotadoras de sí mismas y de los demás, para lograr metas inhumanas.
¡Una vida deshumanizada termina destruyendo al hombre! Y un ser humano deshumanizado sólo siembra desdicha a su alrededor y se transforma en depredador de la creación.
3.3. Recuperar la confianza
Hay también un tercer desafío. Algo ha acontecido entre nosotros que, a todo nivel, nos hemos vuelto desconfiados. Hay ideologías imperantes que nos llevan a considerar al prójimo como a un competidor, o peor, como a un “lobo” y no como a un hermano. Y no me refiero solo a los bienes de mercado, donde esto resulta evidente. Me refiero a las relaciones personales, en distintos planos, en que cada uno busca el éxito frente al otro, contra el otro, o peor aún, valiéndose del otro, erradicando el amor y el espíritu de servicio.
En el Evangelio que acabamos de escuchar el doctor de la ley quiere saber cómo se llega a la vida eterna, es decir, a la plenitud de la vida. La respuesta de Jesús no demora: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu mente, con todas tus fuerzas, y al prójimo como a ti mismo” (8). Posteriormente, promulgará el “nuevo mandamiento”, dando un paso aún mayor, invitándonos a amar a los demás “como el mismo Señor nos ha amado” (9).
En eso consiste la plenitud de la vida que comienza en esta parte de la historia. Y la plenitud no es nunca individual. Por definición ella es abierta, difusiva e inclusiva.
En cuanto a la falta de confianza en las instituciones y en sus representantes, sabemos que no solo tiene su origen en nuestros propios yerros, de los cuales debemos pedir perdón y enmendarnos. También es fruto de la mentalidad anti-sistémica, del individualismo reinante, como de grupos que desconocen el valor de las instituciones y que farandulizan la política y los liderazgos para complacer a una sociedad del espectáculo. ¡Es hora de recuperar la dignidad de la política y de volver a practicar la amistad cívica! Esa ha sido la característica más preciada de los mejores momentos de nuestra historia. Por eso, ¡cuidemos el lenguaje y desterremos la descalificación y el insulto! ¡Es hora de recuperar la amistad cívica!
Tiempo es, entonces, para reconstruir las confianzas fraternas, familiares, vecinales; las confianzas políticas, religiosas, económicas y sociales. Y en este desafío debemos enrolarnos todos y todas, especialmente, quienes creemos que la persona humana y la sociedad no pueden desarrollarse sin confianza, con las puertas del hogar y del corazón cerradas a los demás.
4. Conclusión
Autoridades presentes, amigas y amigos:
El Papa Juan Pablo II, en su memorable visita a Chile, hizo una gran afirmación: “¡Chile tiene vocación de entendimiento, no de enfrentamiento!”. Es hora nuevamente de vivir esa vocación y de honrar ese llamado. Y eso depende absolutamente de nosotros.
Para asumir, con renovada energía, este gran desafío invoco, con especial confianza, a la Santísima Virgen del Carmen, madre y patrona de Chile.
Amén.
+ Cardenal Ricardo Ezzati Andrello, sdb
Arzobispo de Santiago
Notas
1 Deut 4, 32.40.
2 Carta Encíclica “Laudato Si´”, Roma, Pentecostés 2015.
3 Ver Laudato Si´, capítulo II, “El evangelio de la creación”.
4 Laudato Si´, 66.
5 Rom 5,5
6 Lc 10, 29
7 Cf “Laudato Si”, Cap. I, apartado V.
8 Lc 10, 17
9 Ver Jn 15,12