"El hombre rico o el camino del discipulado". Mc.10, 17-31
A modo de prólogo…
La presente exégesis bíblica, como las anteriores, se ofrece en el marco del año de las vocaciones de nuestra Iglesia en Chile.
Sin embargo, a diferencia de los anteriores aportes bíblicos, este tiene un carácter más espiritual y pastoral. Se trata de la revisión de un pasaje bíblico de Marcos (Mc 10,17-31) en clave de seguimiento o discipulado a fin de descubrir cuáles son las exigencias concretas que Jesús plantea a aquellos que, siendo buenos y cumplen a la perfección los mandamientos, quieren hacerse su discípulo.
Se trata, pues, de una catequesis vocacional que apunta a las exigencias del Maestro a los suyos de aquí su título: “El camino del discipulado”.
Que la lectura de estas páginas permita a sacerdotes, religiosos, religiosas y agentes de pastoral preparar reflexiones y confeccionar fichas para acompañar a los jóvenes en su discernimiento vocacional y en su respuesta generosa al Señor.
1)- Organización literaria de Mc 10,17-31
La unidad literaria de Mc 10,17-31 se compone de tres partes:
a- Mc 10,17-22: encuentro de Jesús con un hombre rico quien plantea una pregunta sobre la vida definitiva; tiene la forma literaria de un relato vocacional;
b- Mc 10,23-27: una enseñanza dialogada de Jesús con sus discípulos a propósito de “entrar en el Reino de Dios” y del apego a la riqueza, y
c- Mc 10,28-30: una breve respuesta de Jesús a una afirmación de Pedro (“relato petrino”) que introduce un tema nuevo, la recompensa para quienes lo han dejado todo.
Las tres partes corresponden a tres escenas de un mismo acto con la siguiente organización literaria:
A- Un antimodelo: un hombre rico que no se desprende de nada por el Reino.
B- Una reflexión: enseñanza sobre la renuncia de los bienes por el Reino, y
A’- Un modelo: los discípulos que lo han dejado todo por el Reino.
El último versículo “sobre los primeros que serán últimos” (Mc 10,31) es una sentencia que se encuentra en diversas partes del Evangelio (9,35) y no debe considerarse original de la unidad primitiva.
La primera parte (acontecimiento) y la segunda (adoctrinamiento) coinciden con la forma que tiene Jesús cuando revela los misterios del Reino. Por ejemplo, en la unidad literaria anterior (Mc 10,1-12), después de una pregunta de los fariseos sobre el libelo de repudio (divorcio judío; 10,1-9), Jesús instruye a los suyos sobre el tema (10,10-12). Así también con el hombre rico: después de una pregunta sobre la vida eterna (10,17), Jesús catequiza a sus discípulos sobre el apego a las riquezas (10,18ss).
2)- El relato del hombre rico y el modelo del “niño” (Mc 10,13-16)
Tal como canónicamente tenemos los textos en Marcos, el ejemplo del niño funciona como un modelo de opción por el Reino (Mc 10,13-16) y el relato del hombre rico como un antimodelo (10,17-30). Expresiones de Jesús permiten la comparación de los textos: para recibir o entrar en «el Reino de Dios» hay que recibirlo como un niño (10,15) y no como un hombre rico apegado a su riqueza (10,23-24). Si el Reino de Dios es de los que lo reciben como niños, no puede serlo de los que viven centrados en sí mismos y en sus riquezas, aunque perfectamente y desde joven cumplan algunos mandamientos.
A partir de esta clave de lectura se comparan ambos relatos.
En la cultura de Jesús, el niño se caracteriza por la sumisión y disponibilidad a su padre y a sus mayores. “Recibir el Reino como niño”, por tanto, es vivir sumisos al Padre celestial buscando hacer su querer. Tal es la confianza del niño que lo de su Padre, pasa a ser lo del hijo.
En cambio, el comportamiento del hombre rico no tiene nada de niño: vive de tal modo apegado a sus innumerables bienes que piensa que al perderlos perderá la vida. Su confianza no está puesto si no en él y en el poder que él ha generado. Como ha confiado su existencia a la seguridad que le dan las riquezas materiales tiene el corazón embotado y los ojos cegados para discernir y comprender que está renunciando a un tesoro en el cielo.
De algún modo los relatos presagian las consecuencias: mientras los niños son alejados por los discípulos de Jesús y terminan bendecidos y abrazados por él (Mc 10,13.16), el hombre rico que ha corrido al encuentro de Jesús se marcha muy triste de su lado (10,17.22).
El Reino, como se verá, pasa necesariamente por el seguimiento radical de Jesús de forma que optar por el Reino es hacerse discípulo del Mesías. El niño representa todas aquellas disposiciones que se requieren para hacerse discípulo de Jesús quien -en forma cariñosa- llama a los suyos “hijos míos” (Mc 10,24). El hombre rico representa aquellas disposiciones que entorpecen la opción por el Reino a pesar que, por el cumplimiento fiel de los mandamientos, parecía el más apto para el Reino. Es que al Reino no se accede si no por el discipulado y el hombre rico, en cambio, decide hacer su propio camino.
3)- La opción por el Reino
3.1- Las cinco etapas o momentos de la opción por Jesús y su Reino
Según el relato del hombre rico, el proceso de opción por el Mesías y su Reino conoce cinco etapas y cada una de ellas tiene peculiares características.
Las cinco etapas o momentos son: a)- el ansia de trascendencia; b)- el cumplimiento de una ética mínima; c)- dejarse mirar con cariño por Jesús; d)- el desprendimiento de los bienes, y e)- el seguimiento del Señor.
La primera y segunda etapa son de ascenso en el sentido de constituir el “piso” o la “base” mínima para iniciar el crecimiento en la adhesión al Señor y su Reino; la tercera etapa (dejarse amar por Dios) es la central: la vivencia profunda del amor de Dios sustenta los otros dos momentos que siguen, dándole “sentido” y “sabor” a una existencia entregada a la voluntad salvífica de Dios. La cuarta etapa no es la finalidad del amor de Dios, sino su consecuencia necesaria: quien descubre el amor de Dios Padre y de su Hijo entrega sus bienes y se entrega al bien de sus hermanos. La quinta etapa es la meta de todo el proceso: el seguimiento del Señor para asumir sus dones, su misión, su estilo de vida y sus motivaciones, es decir y según Marcos, para estar con él, aprender de él y ser enviado por él.
3.2- El ansia de trascendencia: Mc 10,17
La pregunta por la vida eterna o la vida definitiva supone la cuestión existencial de cómo trascender la muerte como acontecimiento inexorable y destructor de la vida del hombre. Dicha pregunta no es sólo problema de una persona (el hombre rico) o de una religión (la judía; cfr. Lc 10,25), sino una cuestión crucial del hombre en cuanto dañado por el pecado (Rm 5,12.15.17). La pregunta supone aceptar el hecho de la muerte y creer en la posibilidad del acontecimiento de la resurrección.
La opción por el Reino parte por plantearse alguna vez en serio esta pregunta que delata -a lo menos- una real ansia de trascendencia.
El ansia de trascendencia nos lleva a postular en el hombre rico, y en todo aquel que la experimenta, una cierta insatisfacción vital a pesar de cumplir perfectamente la Ley mosaica (seguridad espiritual) y de tener resuelta la subsistencia diaria (seguridad material). Por un lado, el sistema religioso judío que da vida y genera la comunión con Dios y, por otro, los abundantes bienes materiales se revelan limitados para hombres como éste que anhelan una vida que los trascienda y que sea definitiva. Sin duda que se trata de un hombre religiosamente justo según los parámetros de la Ley mosaica: «Este es de verdad un buen judío, es observante de la ley, hombre intachable conforme a los principios y valores de la tradición israelita», escribe X. PIKAZA.
El hecho “de correr” donde Jesús (Mc 10,17a) indica por parte del hombre rico la urgencia de satisfacer su ansia de trascendencia, y el hecho “de arrodillarse” ante él (10,17b), la certeza que encontró en Jesús a alguien que sí le podía ofrecer una respuesta válida que lo oriente en su ansia de trascendencia o pervivencia. En el trasfondo de todo, la íntima certeza de las comunidades cristianas que, siendo buena la ley (Sal 119), la consideran insuficiente para ser perfectos como el Padre celestial (Mt 5,48; cfr. 5,20).
3.3- El cumplimiento de una ética mínima: Mc 10,19-20
Jesús le pide al hombre rico un examen de conciencia en base a mandamientos referidos a la relación con sus semejantes: «No matarás, no cometerás adulterio, no robarás…» (Mc 10,19). El hombre rico reconoce su sumisión a la voluntad de Dios desde muy joven, pues los cumple todos y bien. Pero respecto al Dios de la Ley y al prójimo, una cosa le falta: comprometer sus bienes en beneficio de los pobres como signo de que tiene puesto su corazón en el tesoro celestial y como condición para seguir al Señor. Y esto no esperaba que Jesús se lo pidiera, razón por la que “se asombra” al escuchar su exigencia (10,24: thambéomai en griego; cfr. 1,27 y 10,32) y los discípulos, por su parte, “se admiran” de la propuesta de su Maestro (10,26: ekpléssomai; cfr. 1,22; 6,2; 7,37; 11,18; habría que invertir y leer: 10,23 + v 25 + v 24 + v 26).
La vida definitiva se obtiene en virtud de un comportamiento que, partiendo de la conciencia de pertenencia a la familia humana y su conveniente relación entre sus miembros (Mc 10,19: “serie social” de los mandamientos; cfr. Rm 13,8-10), asegure la justicia mínima en el trato con los semejantes y el honor, valor esencial del siglo I dC., que se debe a los padres y a los mayores. El hombre rico ha practicado honor y justicia mínima desde que tiene conciencia. Así se lo hace saber a Jesús: «Maestro, todo eso lo he cumplido desde joven» (10,20). Se trata, como ya se dijo, de “un hombre justo” por lo que -según la promesa del AT- verá a Dios (Sal 15).
Sin embargo, «una cosa te falta» le dice Jesús (Mc 10,21), pero no se trata del cumplimiento de algún otro mandamiento para poder alcanzar la vida eterna, sino de la opción que debe hacer para entrar en el Reino que el Mesías proclama e inaugura: ¡aceptar su invitación a seguirlo! Seguimiento de Jesús-mesías y aceptación del Reino de Dios es la misma cosa.
La similitud del hombre rico con el hijo mayor de la parábola del hijo pródigo es enorme (Lc 15,29: «¡Hace ya muchos años que te sirvo sin desobedecer jamás tus órdenes!») y tal como éste, el rico cumple perfectamente la ley de Dios, pero no ha logrado experimentar el amor de Dios. Y su Reino es cuestión de amor, o mejor dicho, cuestión de hacer del amor la ley suprema. El hombre rico no ha descubierto que la Palabra y el Amor de Dios se han hecho persona concretísima y que su voluntad y cariño ya no se ofrece en normas que cumplir o preceptos que guardar, sino en una presencia real, Jesucristo, por quien Dios se ofrece en diálogo para recrear y redimir.
Ahora bien, si no hay ley sobre el amor, porque el amor es el cimiento del que brota la ley, sin embargo, «si quiere actualizarse en su camino y expresarse en nuestra historia, habrá de hacerlo por medio de unas leyes», pero no leyes que se imponen desde fuera. «Esas leyes, cuando son auténticas, no vienen imperadas desde fuera sino que constituyen la expresión del mismo amor que busca la manera de actuarse. En esto como en todo es necesario distinguir: existen leyes represivas, que destruyen, que subyugan y alienizan. Pero hay leyes creadoras que potencian la existencia y que permiten que el hombre se humanice» y vida en diálogo con su Redentor (X. PIKAZA). Entre estas se encuentran las leyes del amor.
Hasta el momento, el hombre rico puede deducir que sí heredará la vida eterna, pues del juicio divino que aquilata las acciones a la luz de las leyes puede, hasta ahora, salir victorioso. Sin embargo, aún no sabe que Jesús le pedirá otro juicio en el que debe ser encontrado “justo”, aquel en que las acciones y motivaciones se aquilatan a la luz del diálogo y de la ley del amor del Ungido. Esta exigencia de la nueva alianza, comienza por el desprendimiento de todo para poder seguir a Jesús por “su camino” (Mc 10,17).
El mundo judío se pregunta “qué hay que hacer” para alcanzar la vida eterna y la respuesta es “cumplir los mandamientos” (Mc 10,19), es decir, vivir en relación con normas prohibitivas que indican lo que se debe evitar para hacer la voluntad de Dios. En cambio, Jesús exige discipulado (10,21: «Ven y sígueme»), es decir, vivir en relación nueva con su persona de Maestro y Mesías adquiriendo las disposiciones de un niño-hijo (10,15). Al hombre rico le falta, en palabras de JUAN PABLO II, el encuentro personal con Jesucristo vivo, camino definitivo y verdad plena (Ecclesia in America, 8.12).
El encuentro con Jesús abre a la preocupación cordial (“la del corazón”) por el mundo del dolor y de las injusticias que el anuncio del Reino saca a la luz. La preocupación por el más allá en la opción por el Reino se historiza y -por tanto- la respuesta concreta a los males del más acá fijarán la posición soteriológica y escatológica respecto al Mesías y a su Reino (Mt 25,34.40 y 25,41.45: “salvación” o “condenación”). Perspectivas y anhelos son diversos: en la antigua alianza se trata del cumplimiento de mandamientos por el anhelo de la vida eterna en el tiempo futuro, en la nueva alianza se trata del seguimiento del Mesías para anunciar y construir el Reino ya en este tiempo.
3.4- Dejarse mirar con cariño por Jesús: Mc 10,21a
La médula de la conversión es el amor de Jesús: ¡en el comienzo está la misericordia del Padre derramada en su Hijo! Marcos relata así el gesto y los sentimientos del Hijo: «Entonces Jesús, fijando en él la mirada, lo amó» (Mc 10,21a). El verbo griego empleado por Marcos (agapáõ) se traduce por “amar, querer, tener en alta estima, sentir afecto especial por alguien”, y recuerda la expresión «el discípulo a quien Jesús amaba» (Jn 13,23: igual verbo).
Dos aspectos se enfatizan en el gesto y los sentimientos de Jesús: la comunicación personal (mirar con atención) y la gran estima del Señor al descubrir que está frente a un hombre que busca con sinceridad la verdad completa, es decir, frente a alguien digno de amor o de estima por su ansia de perfección. El gesto de Jesús no es para reconocer la piedad de un hombre que cumple los mandamientos, sino para fundar la invitación a seguirlo. Lo mira con amor para decirle: «Ven y sígueme» (Mc 10,21d). Así Jesús lo invita a su comunidad, esto es al grupo de sus seguidores, hombres y mujeres, justos y pecadores, judíos y gentiles, que lo han dejado todo (10,28) y, por la fe y la conversión (1,14-15), lo aceptan y siguen como Mesías (1,16-18.19-20).
La acogida por parte del hombre rico de la mirada con cariño de Jesús debería sustentar acciones como “marcharse para vender” y “volver para seguir”: «Vete y vende todo lo que tienes… luego ven y sígueme» (Mc 10,21). Entre ambas, el acto de desprenderse de todo en beneficio de los pobres. La vocación cristiana queda descrita como radical distancia de todo aquello que puede convertirse en ídolo (cfr. Mt 4,1-11), para vivir en radical comunión con el Señor de la vida y la verdad. En virtud del amor del Dios único y verdadero, la salida es para desprenderse de los ídolos y el regreso para acompañar al Mesías e Hijo de Dios. Por esto, ser discípulo de Jesús no es más que amar al Señor tu Dios y su voluntad «con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas… y no sigas a otros dioses» (Dt 6,4.14), y la voluntad del Padre «es que todos los que vean al Hijo y crean en él tengan vida eterna, y yo los resucitaré en el último día» (Jn 6,40; ver 4,34; 5,30; 6,38).
Marcos alude en varios pasajes a la “mirada” de Jesús. En el caso del hombre rico, emplea el verbo “dirigir la mirada” (Mc 10,21: emblépõ en griego).
Los verbos griegos en el NT para “mirar” son varios; entre los que se destacan: “ver, fijarse en, entender” (horáõ), “mirar, percibir, darse cuenta” (blépõ), “dirigir la mirada, fijarse en” (anablépõ), “mirar en derredor, observar el entorno” (periblépomai), “observar, considerar, caer en la cuenta” (theõréõ). Todos son verbos sinónimos, aunque con matices particulares según los contextos literarios en que se empleen.
Jesús fija su mirada en aquellos que llama a su seguimiento (Mc 1,16.19; 2,14; siempre aoristo de horáõ). Tal debió ser la intensidad de su mirada y la fuerza de su palabra que éstos inmediatamente lo dejan todo para seguirlo.
La mirada de Jesús es la del hombre recto que no se queda en la apariencia, en la figura exterior (Mc 12,14; ver Sant 2,2-3), sino que aquilata el corazón valorando la fe de unos (Mc 2,5) y denunciando las malas intenciones de otros (3,5). Su mirada es la del profeta que promete y señala una nueva realidad como la constitución de la comunidad de la nueva alianza (3,34; cfr. 10,23). Su mirada es la del hombre crítico y acucioso al reconocer actos como quién lo tocó (5,32) o la condición de sus discípulos en la mar (6,48) o la cantidad de gente que se junta a su alrededor (9,25) o quién y cuántas monedas echan en las alcancías del templo (12,41). Su mirada es la pastor y amigo que revela la sensibilidad de su corazón frente a la desgracia de los que andan como ovejas que no tienen dirigentes (6,34). Su mirada es la de maestro exigente e indignado cuando el comportamiento de sus discípulos no es el que exige la opción por el Reino (10,14), y de maestro de la verdad cuando reclama máxima atención ante una enseñanza o sentencia importante (10,27).
Según la sabiduría popular en el mundo semita, los ojos traslucen lo que hay en el corazón (Mt 6,22-23; Mc 7,22: ver con «mal ojo»). En este caso (Mc 10,21), la mirada de Jesús al hombre rico trasluce un corazón lleno de sincero aprecio por “un justo”, corazón que lo invita a acoger una propuesta tan novedosa como radical: puesto que está en el camino recto para heredar la vida eterna, que dé un paso más y siga ahora el camino para entrar en el Reino. El hombre rico, a su vez, deja traslucir en su rostro la opción de su corazón: «frunciendo el ceño a la propuesta» de Jesús se marchó triste (10,22: stygnázõ: “fruncir el ceño, quedar con aspecto sombrío, poner mala cara, entristecerse”; en Mt 16,3: “nublarse”).
Por tanto, la mirada de Jesús al hombre rico trasluce un inmenso cariño y acogida que pide, por la intensidad de la misma, una respuesta personal a la invitación a seguirlo, es decir, “a estar con él”. Es la mirada propia de aquel que busca suscitar en la persona amada un cambio importante en su vida: «En su misterio original, Dios es palabra que se ofrece, voz que sale de su centro, crea y llama, suscitando una respuesta» (X. PIKAZA).
3.5- El desprendimiento de los bienes: Mc 10,21b
Jesús le exige al hombre rico desprenderse «de todo lo que tiene» y sin esperanza de recobrarlo (Mc 10,21: «Vende… y dáselo a los pobres»). Tal radical exigencia se la plantea después de fijar con cariño los ojos en él. Es que renunciar por renunciar no tiene ningún sentido, pero sí por amor.
Para este hombre rico del relato, el seguimiento de Jesús pasa por la exigencia de desprenderse de todas sus riquezas en favor de los desvalidos. Sin embargo, la exigencia se hace universal cuando Jesús afirma que «difícilmente entrarán en el Reino de Dios los que tienen riquezas» (Mc 10,23). El desprendimiento de los bienes y de la familia «por mí y por la buena nueva noticia» (10,29) proporciona aquel tesoro celestial que se llama Reino de Dios.
En la perspectiva de la opción por el Reino, no basta una justicia mínima que no haga daño a nadie porque salvaguarda los derechos básicos del prójimo (Mc 10,19: «No matarás, no cometerás adulterio, no robarás…»), sino los derechos de los pobres, es decir, la justicia social y el afán por una sociedad justa. Ahora bien, este compromiso se ha de manifestar con el gesto concreto de donar los bienes a los pobres de Yahveh como signo auténtico de la donación personal al Siervo de Dios que, pobre e itinerante, va camino a Jerusalén (10,17), donde se desprenderá incluso de su vida «para nuestro bien» (Is 53,5). Jesús dice a los suyos que va a «ser entregado» en manos de los hombres (Mc 9,31: paradídomi). El seguimiento de Jesús pobre (Lc 9,57-62), que camina decididamente a la entrega de todo en la cruz (Mc 10,17), con su confianza puesta en su Padre celestial (Lc 23,46), exige discípulos que asuman su mismo estilo de vida y en razón de sus mismos sentimientos.
Varias son las motivaciones para vender todas las riquezas y dárselo a los pobres. El Evangelio de los Hebreos, obra de mediados del siglo II dC. procedente de una comunidad judío-cristiana, centra su motivación en la caridad a los pobres: Jesús interpela al hombre rico diciéndole: «¿Cómo te atreves a decir: “He observado la Ley y los Profetas”? Puesto que está escrito en la Ley: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Y he aquí que muchos de tus hermanos, hijos de Abrahán, están vestidos de suciedad y mueren de hambre, mientras que tu casa está llena de bienes abundantes, sin que salga nada de ella». En cambio, la carta a Timoteo centra su motivación en la maldad del dinero y la codicia que suscita: «El amor al dinero es la raíz de todos los males; algunos, por codiciarlo, se han apartado de la fe y se han ocasionado a sí mismos muchos males» (1 Tim 6,10; a Jesús, entre otras razones, lo matan por codicia: Mc 14,10-11).
Jesús, en el evangelio de Marcos, motiva al desprendimiento de bienes y familia por una doble razón: a)- se hace «por mí» (Mc 10,29c), es decir, para estar con el Señor (ser), y b)- se hace «por la buena noticia» (10,29d), es decir, para asumir su estilo de vida misionero y predicar -como Jesús- el evangelio (quehacer). No son dos motivos separados, sino que el primero fundamenta el segundo. Sólo la renuncia voluntaria y total deja al creyente vivir junto a Jesús para el servicio evangelizador del mundo.
Para entender la exigencia de Jesús al hombre rico y la sorpresa de éste y el asombro de los discípulos hay que tener en cuenta que en el mundo judío es absolutamente compatible la vida eterna con la adquisición de bienes y una holgada posición socio-económica. Las riquezas en el mundo bíblico, cuando se trata de un hombre piadoso, se consideran bendición divina (Gn 24,35; Dt 8,7-10.18-19; Job 1,10; 42,10; Prov 10,22; 22,4). El hombre rico, por tanto, puede preocuparse sinceramente de su vida en plenitud sin comprometer su status socio-económico. Jesús invita al hombre rico a salir de este círculo cerrado cuando al exigirle que se desprenda de todo le hace ver la responsabilidad que tiene al no hacer nada con sus bienes en favor de una sociedad más justa.
En el diálogo con sus discípulos (Mc 10,28-30), Jesús revelará que entre los bienes no sólo hay que contar los materiales, sino también las relaciones familiares: «Les aseguro que todo aquel que haya dejado casa o hermanos o hermanas o madre o padre o hijos…» (10,29). Esta es la renuncia de sí mismo (8,34) que Jesús plantea a los suyos después de anunciarles que subiría a Jerusalén y que allí sería rechazado por los dirigentes de Israel (8,31). La cruz que el discípulo debe cargar por seguir al Señor es el desprendimiento de dos tesoros: la familia (bien afectivo y espiritual) y las riquezas (bien económico y material; Mt 10,34-39; Lc 14,26-27).
La invitación de Jesús es a vivir la profunda experiencia de obediencia y confianza de Abrahán, quien lo deja todo por seguir la voluntad de Yahveh y, por abandonar un presente seguro, hipoteca su futuro al dirigirse a una tierra que no conoce (Gn 12,1-9). La memoria de la historia salvífica lo ensalzará por su gran fe gracias a la cual «salió hacia una tierra que iba a recibir en posesión, y salió sin saber a dónde iba» (Heb 11,8; cfr. Sab 10,5; Eclo 44,19-21).
Ahora bien, cuando se vive la fe en Dios y se experimenta la mirada del Señor que ama y recrea como estructurantes de la relación con él, se comprende lo relativo de ciertos tesoros como la familia carnal y las seguridades materiales.
Sin embargo, la exigencia de Jesús a sus seguidores no es a abandonar un tesoro por nada, sino a adquirir otro tesoro, un “tesoro en el cielo” (Mc 10,21), expresión que designa el reinado de Dios. El tesoro celestial lo adquiere quien se hace como niño y, por lo mismo, toda su riqueza es su Padre celestial y su voluntad (10,14; Mt 6,9-10). El niño sabe por experiencia personal que todo -fuera de sus padres- se le da por añadidura (Mt 6,33). El hijo de Dios sabe que si se ocupa de los asuntos de su Padre del cielo y de la tierra (6,9-10: «Santificado sea tu nombre, venga tu reino, hágase tu voluntad»), el Padre se ocupará de la sobre vivencia de su hijo (6,11: «Danos el pan de cada día»). La carta a los Hebreos insiste en lo mismo con otras palabras: «No se apeguen al dinero; conténtense con lo que tienen, porque Dios ha dicho: “No te desampararé ni te abandonaré”, de suerte que podemos decir con toda confianza: “El Señor es mi ayuda, no tengo miedo; ¿qué podrá hacerme el hombre?”» (Heb 13,5-6).
De igual modo ocurre con el tesoro que es la familia. Jesús no abandona la idea de tener una familia, puesto que exige la renuncia a la familia terrena en razón de la adquisición de una nueva familia, Dios y la comunidad de la nueva alianza (comp. Mc 10,29 con 10,30; ver 3,34-35). Los rasgos característicos de este nueva familia son: el anuncio del reinado de Dios (1,15), el discipulado (1,16-20; 2,13-14; 3,13-19) y la misión (6,7-13); la fraternidad centrada en la filiación y en la voluntad del Padre (3,31-35); la confesión de fe (8,27-30) y la entrega de la vida (8,31-35); el servicio (9,33-37; 10,35-45) y la acogida de los marginados de la sociedad como pecadores y publicanos (2,15-17), mujeres y niños (10,13-16) al estilo del Hijo del hombre.
Quien renuncia a su familia, por tanto, adquiere en la comunidad de los discípulos llamados por Jesús “hijos” (Mc 10,24) una nueva familia que, en orden al Reino del Padre, es cien veces más valiosa que la que podía tener (10,30): «Allí donde se deja uno (propiedad exclusivista), se recibe ciento: surge la familia nueva de aquellos que buscan con Jesús la voluntad del Padre. De esta forma, la ruptura (dejar el modo viejo de vivir) se vuelve por Jesús principio nuevo de vida y nacimiento» (X. PIKAZA).
Ahora bien, no es que se deban despreciar los bienes porque sí o desconocer los lazos de la sangre (cfr. Mc 10,19: «Honra a su padre y a tu madre»), ambos creación de Dios, pero esos tesoros se han de relativizar y recuperar desde la opción por el Reino. El mismo Jesús nos muestra cómo recuperar la familia desde la óptica del Padre y su Reino: «¿Por qué me buscaban?», pregunta a sus padres, «¿no sabían que yo debo ocuparme de los asuntos de mi Padre?» (Lc 2,49), y luego declarará bienaventurada a su madre no sólo por ser su madre, sino por escuchar la palabra de Dios y ponerla en práctica (11,27). Esta es la forma de recuperar «los bienes de este mundo (casa compartida, familia abierta) y convertirlos en valor más alto (ciento por uno), apareciendo al mismo tiempo como signo y esperanza de la vida eterna… Frente a la dinámica de exclusión y egoísmo de este mundo viejo, Jesús ha suscitado en su camino de entrega una dinámica de donación que multiplica amor y bienes» (X. PIKAZA).
Para Jesús, lo absoluto es su Padre y sus asuntos y lo demás es todo relativo, y así también debe serlo para sus seguidores (ver Rm 8,31-39).
El desprendimiento de la familia y de las riquezas era, sin duda, la mayor exigencia que se podía pedir a un discípulo en tiempos de Cristo por lo altos costos que tenía en la seguridad afectiva y en la identidad personal, que era “corporativa” o “diádica”. Esto explica la recompensa que esperan los discípulos por tan drásticas renuncias (Mc 10,28-30).
Sin duda que estos desprendimientos familiares y materiales no se hacen sin dolor y desgarro, y -por lo dicho- parecen imposible para los hombres. Sin embargo, la seguridad de Jesús de que tal desprendimiento es posible lo funda en el poder de Dios, porque lo que «para los hombres es imposible, no para Dios, porque para Dios todo es posible» (Mc 10,27).
Esta expresión recuerda similares formulaciones en el AT: ¿acaso es imposible para Dios que Sara, una mujer vieja y estéril, pueda dar a luz al hijo de la promesa? (Gn 18,14; ver 16,1-2), ¿o acaso Dios no podrá salvar a Israel del cautiverio y llenar a Sión de niños y niñas jugando, y lo que parece imposible para el resto de Israel, Dios lo haga posible? (Zac 8,6), ¿o acaso el Señor todopoderoso no puede cambiar el destino trágico de un hombre haciendo realidad sus planes? (Job 42,2). Job -al término de su diálogo con el Señor- reconoce su debilidad y apunta a la causa que no le permitía aceptar a su Dios: «Sé que todo lo puedes, que ningún plan está fuera de tu alcance… Te conocía sólo de oídas, pero ahora te han visto mis ojos» (42,2.5). Por tanto, la salvación, que pasa por el desprendimiento, es obra divina: «La preocupación que el hombre tiene por la salvación desemboca en la total dependencia de la gracia de Dios» (J. GNILKA).
El único verdadero fracaso para el hombre es la cerrazón obstinada al poder transformador del Padre ofrecido en la cruz y resurrección de su Unigénito, fuente de gracia y verdad. Desde esta convicción, el auténtico problema del hombre rico no son sus muchos bienes (Mc 10,22), sino el rechazo de la voluntad salvífica de Dios (14,36; Lc 1,37-38) y de la mirada de amor de su Ungido que lo podía transformar. Pero se necesita una fe intensa, como la de Abrahán, pues el “nada es imposible para Dios” (Mc 10,27) se transforma en la boca de Jesús en «todo es posible para el que tiene fe» (9,23).
El comportamiento del hombre rico a la invitación de Jesús ilustra bien aquella sentencia de perder la vida por no perderla: «Quien quiera salvar su vida la perderá, pero el que pierda su vida por mí y por la buena noticia la salvará» (Mc 8,35).
3.6- El seguimiento del Señor: Mc 10,21c
El cariño de Jesús por el hombre rico y la exigencia de desprenderse de sus bienes mira a la invitación al seguimiento o, lo que es lo mismo, a la experiencia de discipulado. Jesús llama y, para elegir, hace saber su amor, lo que fundamenta la experiencia del discipulado. Ésta, según Marcos, se describe simplemente como “estar con él” para anunciar la buena nueva (Mc 3,14). El discípulo de la ley (el hombre rico) vive una normativa, el discípulo de Jesús, simplemente vive junto a él.
El hombre rico “frunce el ceño” que equivale a poner cara de sorpresa por lo inesperado de la exigencia de Jesús. Luego, sigue triste su camino (Mc 10,22). Ambas reacciones tienen por causa el amor a sus innumerables bienes. El seguimiento o discipulado es cuestión de amor: o se aman las posesiones materiales y a la familia o se acoge el amor de Jesús que genera el desprendimiento de bienes y familia. La tercera parte del pasaje bíblico (10,28-30) propone como modelo de seguimiento a los discípulos quienes, habiéndolo dejado todo, siguen al Señor. Así se lo recuerda Pedro a Jesús (10,28).
De forma semejante que al hombre rico, Jesús repite el gesto “de mirar fijamente” a sus discípulos que están a su alrededor (Mc 10,23: periblépõ). Se subraya, como antes, la comunicación personal, la que en esta ocasión Jesús refuerza con el título de «hijos» (10,24), pero esta vez para animar a los suyos a aceptar y comprender una conclusión escandalosa: «¡Qué difícil es entrar en el Reino de Dios!» (10,24).
Hay perspectivas y relaciones teológicas interesantes que notar en expresiones claves como “entrar en el Reino de Dios” (Mc 10,24), “vida eterna” o “definitiva” (10,17) y “salvarse” (10,26), pues todas estas nos ayudan a definir qué significa en el pasaje bíblico el seguimiento del Señor.
El vocablo “salvarse” (Mc 10,26: sõzõ, verbo griego) se emplea en los Sinópticos, y en la SSEE, con dos significados.
El primero tiene que ver con salir airoso del juicio mesiánico gracias a lo cual se accede a la “vida eterna” o “definitiva” (así en Mc 13,13.20), por lo que la pregunta de los discípulos (10,26) mira a aclarar quién podrá alcanzar la vida escatológica junto a Dios si los que tienen riquezas no tienen acceso a ella y, por lo demás, todos anhelan riquezas y poder (10,37).
El segundo significado es el de salir ileso de las desgracias (enfermedades, aflicciones, peligros, guerras, injurias…) de este mundo (así en Mc 3,4; 8,35; 13,20; 15,30). En este caso, la pregunta de los discípulos (10,26) mira a aclarar quién podrá sobrevivir en este mundo si hay que desprenderse de todos los bienes. Es probable que éste sea el sentido de la pregunta: no se referiría a la posesión de la vida junto a Dios ni a la participación del Reino, puesto que los discípulos -habiendo dejado todo para seguir al Mesías- ya participan de él y sus bienes (10,30), sino a la sobre vivencia propia y de la comunidad si tienen que renunciar a todos los bienes. La respuesta de Jesús es que vivir así para los hombres es imposible, pero no para aquellos que confían en el poder de Dios (10,27).
Ahora bien, ¿puede identificarse sin más “vida eterna” con “Reino de Dios”?
Está claro que la “vida eterna” se hereda por el cumplimiento fiel de las normas divinas (Mc 10,17-19). Pero la entrada al Reino, ¿es por la misma razón? Si fuera por el mismo motivo, ¿por qué Jesús declara que difícilmente entrará un rico en el Reino de los cielos si cumple a la perfección los mandamientos? (10,23). Si los cumple sin duda que es un “hombre justo” que heredará la vida definitiva. La conclusión se impone: el Reino de Dios no puede sin más identificarse con la vida eterna, aunque sí ésta es parte del Reino.
La novedad de la propuesta de Jesús al hombre rico se encuentra en su invitación a seguirlo (Mc 10,21). En la antigua alianza se exigía el cumplimiento fiel de los mandatos divinos para heredar la herencia de los justos la que, según la concepción judía (10,17-20), es un bien escatológico que se obtiene al final de los tiempos, «en el mundo futuro» (10,30c). En cambio, en la nueva alianza, el Reino es una realidad de este «tiempo presente» (10,30a) a la que no se accede si no por el seguimiento del Ungido («Ven y sígueme») y la integración en su comunidad («Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos…»).
El Reino es una realidad ya en acción (Mc 10,24.25: “entrar”, verbo en presente), que se consuma en la vida definitiva (10,23: “entrar”, verbo en futuro), al que se invita a quienes se hacen como niños (10,14), no a quienes afanosamente buscan poder y dominio (10,37). Aquellos que viven apasionados por sus tesoros materiales y el poder que éste les otorga es muy difícil que sigan con desprendimiento radical -como niños- al Mesías, lo que equivale a decir que es muy difícil que entren en el Reino (10,23). Los que se hacen como niños se hacen “hijos” del Mesías (10,24), expresión que apunta a la cercanía y al afecto con que Jesús recibe a los suyos haciéndolos parte del proyecto salvífico de su Padre (cfr. 5,34), y -por lo mismo- discípulos o hijos del Reino de los cielos (Mt 13,52).
Precisamente porque la opción por el Reino se juega en el seguimiento de Jesús y en la experiencia de su amor y no en el cumplimiento de mandamientos, el discipulado es también opción por un «nosotros», es decir, por vivir en la comunidad de aquellos que, dejándolo todo, «te hemos seguido» (Mc 10,28). Nueva razón para desprenderse, pues los de Jesús son -por definición- la comunidad de aquellos que lo han dejado todo por un tesoro en el cielo.
El énfasis en la enseñanza de Jesús no está puesto en la vida eterna que heredarán los que opten por el Reino, ni siquiera en el desprendimiento de los bienes, sino en el seguimiento del Mesías que anuncia el Reino (Mc 1,14-15), quien hace realidad ya aquí aquella gracia divina que nos hace vivir para siempre en el más allá.
La preocupación por la vida eterna puede ser unicamente el anhelo de plenitud individual al final de los tiempos, concebida como premio merecido por el cumplimiento perfecto de las normas divinas. La preocupación por el seguimiento de Jesús, en cambio, es el anhelo por estar con él (Jn 1,35-39) y adquirir sus mismos sentimientos y actitudes para anunciar y hacer de toda realidad humana, personal y social, reinado del Padre.