Hay que dar paso a una nueva forma de existir que deje atrás las gravosas servidumbres del pasado
1. La Navidad ya próxima nos encuentra, como tantos años, preocupados en saludar, regalar y compartir nuestra mesa con los seres que amamos. Creyentes y no creyentes comulgan esta vez en un mismo sentir: que la Noche de Navidad sea realmente Buena, purificada de todo lo que es malo para el hombre, tristeza, separación, odio, po¬breza, soledad. Es la Noche que simboliza y anticipa la Humanidad, el Universo que todos anhelamos y que el Profeta Isaías entrevió:
“Conducidos por un niño pequeño, el lobo habita junto al cordero, la pantera yace próxima al cabrito, y el ternero come al lado del león… Y el Señor prepara para todos los pueblos, un festín abundante, y quita el velo que enluta y el sudario que amortaja a 1as naciones, y hace desaparecer para siempre la Muerte, enju¬gando las lágrimas de todos los rostros”.
2. Creyentes y no creyentes saludan, esa Noche, con un deseo de paz, que los compromete a luchar por lo mismo que desean. Entre¬gan regalos que envuelven el don de sus propias personas. Sienten la necesidad de estar y comer con los que llevan su sangre. Así manifies¬tan, conscientemente o no, su vocación profunda a una manera de exis¬tir distinta y nueva, su esperanza en un reino donde las contradic¬ciones, ausencias y ansiedades de ahora sean definitivamente superadas.
Navidad: Patrimonio Universal
3. Por eso respetamos las formas típicas que tradicionalmente acompañan nuestras celebraciones navideñas. Aunque aparentemente haya en ellas mucho de profano, en su fondo ocultan una intuición de fe. Lejos de desestimarlas, nuestra tarea debe ser reconquistar cons¬tantemente el espíritu que les dio origen. Para los primeros cristianos, en efecto, el árbol navideño recordaba el árbol del paraíso, perdido en el primer Hombre y reconquistado por Cristo, el Nuevo Adán. Las luces que coronaban el árbol anunciaban la presencia de Jesús, Luz del Mundo, venido a disipar las tinieblas de la muerte. Los saludos y obsequios, la cena familiar eran expresión de una nueva y más pura forma de amar: la Caridad que, traída por Cristo, permite al hombre amar a la manera de Dios. Valores cristianos, por lo tanto, destinados, por el mismo hecho, a ser cada día más patrimonio de la Humanidad. Los creyentes nos alegramos, por eso, cada vez que un hombre saluda y desea la paz a otro hombre, cada vez que un hombre se despoja de algo suyo para enriquecer y alegrar a otro hombre, cada vez que un hombre reencuentra a los suyos en una comida de amistad; aunque ninguno de ellos sepa explicar por qué lo hace y lo siente así precisamente esa Noche.
4. Nosotros sí lo sabemos. Sabemos que desde la venida de Cristo Jesús algo ha ocurrido en nuestro Universo: lo humano se ha desposado indiscutiblemente con lo divino y siente, por eso, que necesita y es capaz, también, de vivir en la Alegría, en la Paz, en el Amor, sin fronteras de Dios. Esa Luz que desde la noche de Belén ilumina a todo hombre que viene a este mundo; ese Cristo que una vez hecho hombre continúa presente, por su Iglesia, en medio de los hombres, es quien sigue invitando, cada Noche Buena, aunque uno no lo sepa, aunque uno no lo crea, a reencontrar el camino de la Alegría, la Paz y el Amor sin fronteras.
Cristo en los afanes de la hora
5. Nos alegramos, sí, de que Cristo sea anunciado, de cual¬quier forma que sea. Anunciado en el noble empeño de alegrar, con un obsequio, la Navidad de cada niño -si en cada niño descubrimos, los creyentes, una nueva presencia del Dios que se hizo niño. Anun¬ciado en el afán de hacer justicia a los que no tienen tierra ni casa- ¬fue pensando en ellos, tal vez, que el Señor del Universo nació sin casa. Anunciado en el ideal de crear un hombre nuevo y una nueva sociedad, liberarlos de toda servidumbre -si precisamente esa Noche fue presentado a los pastores como un “Salvador para todo el pueblo”; y su nombre -Jesús- significa “Dios salva”. Los grandes imperati¬vos, las urgentes tareas de nuestra hora no son extraños ni hostiles a la misión de Cristo ni están desvinculados de la Navidad cristiana. Es más: creemos que no podrían ser hoy tan claros, tan indiscutibles, si no fuera porque desde hace 20 siglos la presencia de Cristo, en su Iglesia, ha venido impregnando con ellos la conciencia de la humani¬dad.
El hombre nuevo
6. La Navidad es, en efecto, celebración de una Natividad, de un Nacimiento. Nacimiento de Cristo, pero al mismo tiempo nuestro propio nacimiento en Él -porque en un Cuerpo la Cabeza no nace so¬la ni independientemente de sus miembros-. En Cristo nace el Hombre Nuevo; Navidad es la fiesta del Hombre Nuevo que nosotros somos en Cristo. Lo intuimos, tal vez, en el hecho de que son los niños los protagonistas privilegiados de toda celebración navideña; o en nuestro afán de superar, al menos ese día, o noche, nuestras distancias, triste¬zas y odiosidades. Hay que nacer de nuevo, hay que dar paso a una nueva forma de existir que deje atrás las gravosas servidumbres del pasado. Si ya la inminencia del nuevo año nos sugiere una vida nueva, con cuánta mayor propiedad el nacimiento de Cristo, y de nosotros en El, nos invita y nos urge a encarnar el Hombre Nuevo.
7. Es un ideal específicamente cristiano. Y debe ser entendido, por eso, a la luz del pensamiento y de la vida de Cristo. El Hombre Nuevo es aquel que ha sido liberado de la esclavitud; pero de toda esclavitud. Ya no pesan sobre él las consecuencias del pecado; la vora¬cidad, la ambición criminal de quienes usan y explotan a su hermano, la imposibilidad de vivir humanamente, la injusta condena a la igno¬rancia, a la impotencia, a la desesperación en esta vida. Pero tampoco triunfan, dentro de él, las consecuencias del pecado. El Hombre Nuevo no es sólo el que posee casa, trabajo, cultura, justa remuneración, se¬guridad asistencial y adecuada recreación, sino el que está dispuesto a luchar por que todos posean lo mismo que él posee, y sepan cómo, y para qué lo poseen.
Ni individualista ni sectario
8. Y es aquí donde se instala, dentro de nosotros, la potente dinámica del pecado, que conspira contra el nacimiento del Hombre Nuevo. Nadie puede llamarse libre si permanece esclavo de su egoísmo y si el amor al dinero es en él más fuerte que el amor a los otros. Nadie puede decirse hombre nuevo si permanece estancado en el viejo barro del individualismo o del sectarismo, entregando sus dones solamente a los que le dan a él, dialogando y entendiéndose solamente con los que piensan como él. Nadie puede hablar de nueva sociedad si per¬manecen intactos, en su corazón, los fundamentos eternos de toda vieja sociedad: intransigencia y prepotencia, ánimo de dominar y no apetito de servir, ambiciones de grupo antes que fraterna solidaridad.
9. La dinámica del pecado es fuerte y persistente. No queda anulada por un cambio en la distribución del ingreso o un sensible aumento de la productividad. Ninguna constitución, ninguna Ley, nin¬guna forma de organizar la economía y la sociedad son un antídoto seguro para contrarrestar su eficacia. Ella se mueve, mas bien en otro nivel, allí donde el hombre, sólo con su conciencia, es capaz de llegar; allí donde sólo puede intervenir, y sanarnos, alguien que sea más gran¬de que nuestro corazón. Alguien, sobre todo, que sea capaz de derro¬tar a la Muerte, telón final y trágico de nuestro construir y amar en este mundo. Si el Hombre Nuevo no pudiera creer y esperar ser salvado de la Muerte; si le fuera vedado amar y confiar en el Hombre-Dios que divinizó nuestro ser y plantó en él una semilla de inmortalidad; si no supiera, en definitiva, para qué posee lo que posee y vive lo que vive, seguiría oprimido por la más cruel de las servidumbres -la del Miedo-. Y la nueva sociedad que él se empeña en construir estaría marcada por el signo inminente de la disolución.
Ciudadanos de dos mundos
10. Por eso reivindicamos el carácter específicamente cristiano del Hombre Nuevo. El hombre que, injertado en el pensamiento y en el corazón de Cristo, renueva incesantemente y a la vez las estructuras exteriores opresoras del hombre y las estructuras interiores esclaviza¬doras de su corazón. El que vive plenamente en el Más Acá y el Ahora, sustituyendo el lobo solitario por el servidor solidario; el que tiende con todo su ser al Más Allá y al Mañana, donde Cristo Salvador le en¬tregará lo que El construyó y amó.
11. Esta Navidad o Natividad ha de significar justamente eso, nues¬tro nacer de nuevo. Olvidar y dejar lo antiguo, lo opresor, lo estéril, el pecado que nos embota la fe, que no nos deja ver la presencia de Dios en la historia, que no nos deja escuchar la palabra que Dios dice en la historia, que nos disuade de amar a Dios probándole que nuestro amor es verdadero por una entrega leal a construir la historia de nuestro pueblo, junto a todos los hombres de buena voluntad.
12. El árbol y el pesebre, las tarjetas y regalos, la cena familiar insinúan algo de todo eso. Pero es probable que la insinuación sea de¬masiado tenue, sofocada incluso por una preocupación absorbente que no nos deja ya leer los símbolos, ni tiempo, ni paz para alimentamos de un nuevo espíritu. Tal vez esta Navidad pueda ser distinta. En la medida en que queramos hacerla más sobria, menos dispendiosa, más parecida a la del Pobre de Belén; en la medida en que la celebremos más como familia, es decir, más en serena comunión de afecto; en la medida en que nos hagamos tiempo y paz para contemplar, refle¬xionar y orar; en la medida en que celebrando en la Eucaristía el Nacimiento de Cristo celebremos, esa noche, nuestro compromiso de ser Hombres Nuevos; en esa medida podrá ser ésta la Navidad verdaderamente chilena que anhelamos.
Por el Comité Permanente del Episcopado de Chile
† JOSÉ MANUEL SANTOS A.
Obispo de Valdivia
Presidente de la Conferencia Episcopal
† CARLOS OVIEDO C.
Obispo Auxiliar de Concepción
Secretario General de la Conferencia Episcopal de Chile
Santiago, Navidad de 1970