Iglesia.cl - Conferencia Episcopal de Chile

Comentarios del Evangelio Dominical


Domingo 04 de Marzo de 2018

Jn 2,13-25
Al tercer día resucitó de entre los muertos

Los evangelistas nos presentan a Jesús lleno de mansedumbre, y explican esa actitud suya como el cumplimiento de las profecías del Siervo del Señor: «Para que se cumpliera el oráculo del profeta Isaías: “He aquí mi Siervo, a quien elegí, mi Amado, en quien se complace mi alma... No disputará ni gritará, ni oirá alguien en las plazas su voz. La caña trizada no la quebrará, la mecha humeante no la apagará”» (Mt 12,17-20). Jesús mismo destaca esta condición suya y la recomienda a sus discípulos: «Aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29). El Evangelio de este Domingo III de Cuaresma, en cambio, nos presenta a Jesús en una actitud que ha sorprendido a todos los lectores, porque parece contradecir su habitual bondad. Se trata de la expulsión de los mercaderes del templo: «Haciendo un látigo con cuerdas, echó a todos fuera del Templo, con las ovejas y los bueyes; desparramó el dinero de los cambistas y les volcó las mesas; y dijo a los que vendían palomas: “Quiten esto de aquí; no hagan de la Casa de mi Padre una casa de mercado”».

Según el Evangelio de Juan, este episodio ocurre al comienzo del ministerio público de Jesús, la primera vez que él sube a Jerusalén con ocasión de la Pascua judía: «Se acercaba la Pascua de los judíos y Jesús subió a Jerusalén». (Según este Evangelio, Jesús subió a Jerusalén, al menos, tres veces y la última vez permaneció allí seis meses hasta su muerte en la cruz). Por ser la Pascua, venían a Jerusalén judíos procedentes de todos los países donde estaban dispersos y permanecían allí hasta la fiesta de Pentecostés, que se celebraba cincuenta días después de la Pascua: «Había en Jerusalén hombres piadosos... venidos de todas las naciones que hay bajo el cielo» (Hech 2,5). Los judíos de la dispersión necesitaban cambiar la moneda de sus países de procedencia y luego comprar un animal para el sacrificio pascual. Esto explica lo que encontró Jesús en el templo. Parece normal. ¿Por qué lo rechaza Jesús con tanta energía? Porque, como suele ocurrir en torno a los santuarios, a esos vendedores no les interesa la gloria de Dios, sino su propia ganancia. Están instrumentalizando una fiesta religiosa y profanando el templo. Lo que mueve a Jesús a actuar, expulsandolos del templo, es el celo por la Casa de Dios. Así lo entienden sus discípulos y así debemos entenderlo también nosotros: «Sus discípulos se acordaron de que estaba escrito: “El celo por tu Casa me devora”». Es una cita textual del Salmo 69,10. De paso, se nos informa qué actitudes nuestras indignan a Jesús.

A los judíos llamó la atención que un particular –Jesús– se propusiera poner fin a ese abuso y ¡que lo lograra! Esta es una de las instancias en que queda en evidencia su inmensa autoridad. Pero, sobre todo, reaccionaron ante la identidad que Jesús asume para sí, llamando a Dios: «Mi Padre». Podemos comprender la gravedad de esta atribución de Jesús si consideramos que los judíos la presentan como la causa de su muerte en su acusación ante Pilato: «Nosotros tenemos una Ley y según esa Ley debe morir, porque se ha hecho a sí mismo Hijo de Dios» (Jn 19,7). La pregunta que le hacen se refiere principalmente a este punto: «¿Qué signo nos muestras para obrar así?».

Jesús responderá dando un signo, no sólo de eso, sino también de todo lo que hizo y enseñó: «Destruyan este Santuario y en tres días lo levantaré». Pero fue un signo que por entonces quedó incomprendido para todos: «Los judíos le contestaron: “Cuarenta y seis años se ha tardado en construir este Santuario, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?”». Lo descartan como un iluso. El evangelista explica a los lectores: «Él hablaba del Santuario de su cuerpo». Agrega que ese signo adquirió su fuerza solamente después de su resurrección: «Cuando resucitó de entre los muertos, se acordaron sus discípulos de que había dicho eso y creyeron en la Escritura y en la palabra que había dicho Jesús». El que escribe esto es el discípulo amado (cf. Jn 21,24), el mismo que cuando llegó al sepulcro vacío, donde habían depositado el cuerpo muerto de Jesús, dice, hablando sobre sí mismo: «Vio y creyó, pues hasta entonces no habían comprendido que, según la Escritura, Jesús debía resucitar de entre los muertos» (Jn 20,8-9). Creyó que Jesús había resucitado –que en tres días levantó de nuevo el Santuario de su cuerpo, destruido por los judíos– y que él era el Hijo de Dios, según su declaración: «Por eso me ama el Padre: porque doy mi vida, para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo; esa es la orden que he recibido de mi Padre» (Jn 10,17-18). Nadie habría recordado estas palabras, si Jesús no hubiera resucitado, después de haber entregado su vida. Su resurrección es el signo verdadero de toda su vida y enseñanza.

La resurrección es el mismo signo que Jesús da en otra ocasión y que también quedó incomprendido para sus oyentes: «Esta generación es una generación malvada; pide un signo, y no se le dará otro signo que el signo de Jonás» (Lc 11,29) El evangelista Mateo, sin embargo, después de la resurrección, explica el signo: «De la misma manera que Jonás estuvo en el vientre del cetáceo tres días y tres noches, así también el Hijo del hombre estará en el seno de la tierra tres días y tres noches» (Mt 12,40).

En el Credo profesamos: «Al tercer día resucitó de entre los muertos». La resurrección de Jesús es lo que da sentido a todo, como hemos dicho. Lo afirma San Pablo con su acostumbrada radicalidad: «Si Cristo no resucitó, vacía es nuestra predicación, vacía es la fe de ustedes... Si Cristo no resucitó vana es la fe de ustedes, y ustedes están todavía en sus pecados» (1Cor 15,14.17). Los pecados de los hombres son una ofensa a Dios y no puede expiarlos sino el Hijo de Dios hecho hombre, es decir, un hombre que es del mismo nivel que Dios. La resurrección de Jesús es la prueba de que quien murió es el Hijo de Dios, que tiene poder para dar la vida y poder para recobrarla. Su resurrección demuestra que su muerte fue un sacrificio voluntario ofrecido a Dios, que obtuvo el perdón de los pecados. Los que creen en él y se unen a su sacrificio «ya no están en sus pecados».

Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles