Iglesia.cl - Conferencia Episcopal de Chile

Comentarios del Evangelio Dominical


Domingo 18 de Marzo de 2018

Jn 12,20-33
Padre, glorifica tu Nombre

«Señor, queremos ver a Jesús». Con este deseo, expresado al apóstol Felipe, se abre el Evangelio de este Domingo V de Cuaresma. Faltaban cinco días para la Pascua y Jesús había hecho su entrada a Jerusalén sentado en un asno, aclamado por la multitud: «La numerosa muchedumbre que había llegado para la fiesta, al enterarse de que Jesús se dirigía a Jerusalén, tomaron ramas de palmera y salieron a su encuentro gritando: “¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en Nombre del Señor, el Rey de Israel!”» (Jn 12,12-13). Entre esa multitud había «algunos griegos», llamados así, porque son judíos que vienen desde el mundo helenístico y hablan esa lengua. Ellos expresan su deseo a Felipe –y a éste se agrega Andrés–, porque son los únicos dos de entre los Doce que tienen un nombre griego. También San Pablo, para evangelizar a los judíos de esas regiones de habla griega, helenizó su nombre judío Saúl y adoptó Paulos.

«Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús». A cualquier lector parece extraña la reacción de Jesús. En efecto, Jesús no manifiesta interés en satisfacer ese deseo de verlo a él. Es que él sabe que el motivo por el cual quieren verlo es errado. En su primer viaje a Jerusalén, él ya recibió muchas adhesiones: «Mientras estuvo en Jerusalén, por la fiesta de la Pascua, creyeron muchos en su nombre al ver las señales que realizaba. Pero Jesús no se confiaba a ellos porque los conocía a todos... él conocía lo que hay en el hombre» (Jn 2,23-24.25). Ahora también él sabe que esa multitud que lo aclamaba en su última entrada a Jerusalén y esos griegos que querían verlo son los mismos que tres días después estarían gritando ante Pilato: «¡Fuera, fuera, crucifícalo!» (Jn 19,15).

Jesús quiere discernir en qué se basa el interés de esos griegos y por eso responde poniendo ante ellos su verdadera gloria: «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo de hombre. En verdad, en verdad les digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto». Hasta aquí el mismo Jesús o el evangelista han repetido que «su hora» aún no había llegado. Ahora, Jesús declara: «Ha llegado la hora». Es la hora de su glorificación y él mismo aclara en qué consiste su gloria: «Si el grano de trigo muere, da mucho fruto». Su gloria consiste en el amor a su Padre y a los seres humanos hasta el extremo, hasta el máximo amor que puede demostrar un hombre, que es la entrega de su vida: «No hay amor más grande que entregar la propia vida por sus amigos» (Jn 15,13). Por eso, el relato de la última cena con sus discípulos comienza con esa declaración: «Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1). El fruto que Jesús da, que es ese amor hasta el extremo, no puede alcanzarse sino entregando la vida. Esa es su gloria. El amor es fecundo; en cambio, el egoísmo es estéril: «queda solo».

«El que ama su vida, la pierde; y el que odia su vida en este mundo, la guardará para una vida eterna». Jesús distingue dos tipos de vida que estamos llamados a tener: «la vida en este mundo» y «la vida eterna». Para tener la vida eterna es necesario –en expresión textual de Jesús– «odiar la propia vida en este mundo». «Odiar la vida» no quiere decir que haya que tomar acciones en daño de ella; quiere decir que hay que despreocuparse de su excesivo regalo y obsesivo cuidado; hay que estar dispuesto a entregarla, porque entonces, se «guarda para la vida eterna». Esa despreocupación por la vida en este mundo es la que observamos en los grandes apóstoles, que no reparaban en sacrificios y privaciones para servir al Señor. El servicio es un modo de renunciar a sí mismo y procurar el bien de los demás: «Si alguno me sirve, que me siga, y donde yo esté, allí estará también mi servidor. Si alguno me sirve, el Padre lo honrará». Esto es lo máximo a que puede aspirar un ser humano. El modo de alcanzarlo es el servicio a Jesús, que no se puede hacer sino sirviendo a los más necesitados: «Lo que hicieron a uno de estos pequeños, lo hicieron a mí» (cf. Mt 25,40.45).

En ese momento Jesús tiene la misma lucha que tenemos en este mundo todos los seres humanos: alinear nuestra voluntad humana con la voluntad de Dios. Jesús ve que ha llegado la hora de entregar su vida y expresa la dificultad: «Ahora mi alma está turbada. Y ¿qué voy a decir? ¿Padre, líbrame de esta hora?». Eso, ¡de ninguna manera! Tiene un momento de lucha para vencer su inclinación humana y alinear plenamente su voluntad humana con la de Dios: «¡He llegado a esta hora para esto! Padre, glorifica tu Nombre». Después de ese momento de lucha, Jesús va a su muerte en la cruz con plena conciencia y voluntad. Él quiere glorificar el Nombre de Dios, que consiste en dar la vida eterna a los seres humanos, como bien decía San Ireneo: «La gloria de Dios es el hombre viviente». Él quiere, tanto como su Padre, la salvación del género humano. Adhiere plenamente: «Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito» (Mt 11,26).

Así se explica su declaración conclusiva: «Yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí». El evangelista explica: «Decía esto para significar de qué muerte iba a morir». Cada uno de nosotros debe preguntarse, en este tiempo de Cuaresma, que nos prepara para la celebración de estos misterios, si ha sido atraído hacia Cristo en la contemplación de su cruz. La cruz es el testimonio de amor máximo que ha ocurrido en toda la historia del mundo; es el amor que ha movido a los santos y a los cristianos de todos los tiempos a entregar su vida por los demás: «En esto hemos conocido lo que es el amor: en que él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos» (1Jn 3,16).

Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles