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Comentarios del Evangelio Dominical


Domingo 23 de Junio de 2019

Lc 9,11-17
Denles ustedes de comer

La Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo, que celebra la Iglesia este domingo, se ubica en el calendario litúrgico después de la Solemnidad de la Santísima Trinidad, porque es Uno de la Trinidad, el Hijo, quien se encarnó y, como verdadero Dios y verdadero hombre, en este Sacramento admirable nos da su carne y su sangre como alimento de vida eterna. Si el Hijo de Dios no se hubiera encarnado, nosotros no tendríamos acceso a Dios. Nosotros, que tenemos carne y sangre, tenemos acceso a Dios como hijos en el Hijo, que también tiene carne y sangre (cf. Heb 2,14). Así se explica la afirmación absoluta de Jesús: «Yo soy el camino... nadie va al Padre, sino por mí» (Jn 14,6).

Jesús es quien da cumplimiento al Salmo 110: «Dijo el Señor (Dios) a mi Señor (el Cristo): “Sientate a mi derecha”» (Sal 110,1). En efecto, este es el texto del Antiguo Testamento que más veces se cita o se evoca en el Nuevo Testamento, como lo hace, por ejemplo, la introducción de la epístola a los Hebreos: «Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo... el cual, siendo resplandor de su gloria e impronta de su sustancia..., después de llevar a cabo la purificación de los pecados, se sentó a la derecha de la Majestad en las alturas» (Heb 1,1.2.3). Pero no se fue allá sin llevarnos consigo a nosotros, como lo prometió a sus apóstoles: «Voy a prepararles un lugar. Y, cuando haya ido y les haya preparado un lugar, volveré y los tomaré conmigo, para que donde estoy Yo estén también ustedes» (Jn 14,2b-3). Esta es la experiencia de San Pablo: «Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó junto con Cristo... y con Él nos resucitó y con Él nos sentó en los cielos en Cristo Jesús» (Ef 2,4.5.6).

¿Cómo se realiza esto? ¿Es sólo un buen deseo, una aspiración, un modo de hablar? No, ¡es una realidad! Se realiza en la Eucaristía. Su efecto último es la comunión con Cristo. Él lo expresa de la manera más clara y definitiva: «Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y Yo en él» (Jn 6,55-56). Por medio de la Eucaristía, estamos verdaderamente donde está Cristo: «Vuestra vida está escondida con Cristo en Dios» (Col 3,3). Él nos dio a comer su carne y a beber su sangre bajo la apariencia del pan y del vino, cuando dijo: «Esto es mi Cuerpo... Este es el cáliz de mi Sangre» y luego agregó el mandato: «Hagan esto en memoria mía» (Lc 22,19; 1Cor 11,24.25). Los apóstoles obedecieron este mandato y pronto, entre todo lo que Jesús hizo y enseñó, recordaron, como un anunció de la Eucaristía, el milagro de la multiplicación de los panes. El hecho de que este milagro se recuerde en los cuatro Evangelios (es el único milagro que está en los cuatro Evangelios) y aparezca dos veces en Marcos y Mateo, es prueba de la importancia que tuvo la Eucaristía desde el principio. La Iglesia no ha dejado de celebrarla en todo el tiempo sucesivo hasta hoy «como fuente y cima de toda la vida cristiana» (Catecismo N. 1324).

Dado el valor de anuncio de la Eucaristía que tiene la multiplicación de los panes, en el Evangelio de esta Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo, leemos ese episodio tomado de Lucas. Los apóstoles recordaban que, en esa ocasión, encontrandose Jesús en un lugar desierto seguido por cinco mil hombres, siendo imposible procurar allí alimento para esa multitud, Él les dio, sin embargo, este mandato: «Denles ustedes de comer». Ante la objeción de ellos –no se encontraron más que cinco panes y dos peces–, Jesús mandó acomodarse a la gente para un banquete y luego «tomó los cinco panes y los dos peces, y elevando los ojos al cielo, los bendijo y los partió, y los dio a los discípulos para que los dieran a la multitud». Se saciaron todos y sobraron doce canastos llenos. Pero a los apóstoles y también a nosotros nos queda la pregunta: ¿Por qué Jesús les mandó a ellos darles de comer? En realidad, ese mandato de Jesús y también el milagro que Él hizo de dar de comer a esa multitud son un gesto profético que estaba destinado a ser comprendido después, precisamente cuando la Iglesia comenzó a celebrar la Eucaristía, imitando los gestos y palabras de Jesús. Entonces los apóstoles verdaderamente dieron de comer a una multitud, pero no el pan de este mundo, sino el alimento de vida eterna. Comprendieron que la orden de Jesús se cumpliría cada vez que un sacerdote celebra la Eucaristía.

La Iglesia recordó la multiplicación de los panes en relación con la Eucaristía, no sólo por los gestos de Jesús que son los mismos en uno y otro caso –«tomó pan, lo bendijo, lo partió y lo dio a sus discípulos»–, sino también por el detalle particular que leemos en el Evangelio de hoy: «elevando los ojos al cielo» bendijo el pan. Este gesto fue incorporado en la celebración de la Eucaristía y durante muchos siglos se hacía en todas las celebraciones. Se mantiene hasta hoy en la Plegaria Eucarística I: «La víspera de su Pasión, tomó pan en sus santas y venerables manos y, elevando los ojos al cielo (el sacerdote eleva los ojos), hacia Ti, Dios Padre suyo todopoderoso, dando gracias, te bendijo, lo partió y lo dio a sus discípulos diciendo: “Tomen y coman todos de él, porque esto es mi Cuerpo que será entregado por ustedes”».

En este día del Cuerpo y la Sangre de Cristo se hacen en todas las ciudades procesiones en honor del Santísimo Sacramento para expresar el culto de adoración y alabanza a nuestro Señor Jesucristo real y sustancialmente presente en la Eucaristía. En Él está la salvación. «No se nos ha dado bajo el cielo otro Nombre por el cual podamos ser salvados» (Hech 4,12). Por eso el Catecismo, citando a San Juan Pablo II, recomienda: «La Iglesia y el mundo tienen una gran necesidad del culto eucarístico. Jesús nos espera en este sacramento del amor. No escatimemos tiempo para ir a encontrarlo en la adoración, en la contemplación llena de fe y abierta a reparar las faltas graves y delitos del mundo. No cese nunca nuestra adoración» (Catecismo N. 1380).

Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles