Iglesia.cl - Conferencia Episcopal de Chile

Comentarios del Evangelio Dominical


Domingo 21 de Julio de 2019

Lc 10,38-42
Sentada a los pies de Jesús, escuchaba su Palabra

El Evangelio de este Domingo XVI del tiempo ordinario nos relata otro episodio que ocurre en uno de los pueblos por los que atraviesa Jesús en su camino a Jerusalén. Ya hemos visto que al comenzar Jesús su subida a Jerusalén «designó a otros setenta y dos y los envió, de dos en dos, delante de sí, a todas las ciudades y lugares a donde Él había de ir» (Lc 10,1).

«Yendo ellos de camino, entró Él en un pueblo; y una mujer, llamada Marta, lo recibió en su casa. Tenía ella una hermana llamada María». Es raro que Jesús se incluya en un sujeto plural junto con otros: «Yendo ellos...». Por eso, inmediatamente toda la atención se concentra en Él y Él ocupa toda la escena: «Entró Él en un pueblo... Marta lo recibió...». Lucas ubica este episodio, que involucra a las hermanas Marta y María, en un pueblo indeterminado, que está al comienzo del recorrido. Nosotros sabemos, por el IV Evangelio, que las hermanas tienen un hermano llamado Lázaro y que viven en un pueblo llamado Betania, que está ubicado en la última etapa del camino a la Ciudad santa. Cuando murió Lázaro, explica: «Betania está cerca de Jerusalén como a unos quince estadios (aprox. 3 km) y muchos judíos habían venido a casa de Marta y María para consolarlas por su hermano» (Jn 12,18).

Ciertamente, Jesús se detuvo en muchos otros lugares –36, a juzgar por sus 72 precursores–; pero no sabemos nada de lo ocurrido en la mayoría de ellos. Tampoco sabríamos lo ocurrido en Betania, a no ser porque la enseñanza que Jesús entregó en esa casa es esencial. Por eso se conservó y se transmitió. Es claro que Jesús había estado allí antes y que llega a esa casa como un amigo. El IV Evangelio hace una observación única: «Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro» (Jn 12,5). Pero, aunque no lo supieramos por esa afirmación explícita, podríamos deducirlo por el trato que tiene con las hermanas.

Ambas hermanas tienen ante el huésped actitudes de gran respeto y afecto, pero diametralmente distintas, como lo expresa Lucas con magistral concisión y precisión: «María, sentada a los pies del Señor, escuchaba su Palabra, mientras Marta estaba ocupada por mucho quehacer». La situación no podía durar mucho: «Marta, acercandose, dijo: “Señor, ¿no te importa que mi hermana me haya dejado sola a servir? Dile, pues, que me ayude”». La pregunta encierra un reproche a la hermana y, sobre todo, a Jesús, suponiendo en Él falta de preocupación –«¿No te importa?»– por la equidad entre las hermanas. Y se permite dar una orden a Jesús: «Dile que me ayude». Como decíamos, este trato denota una amistad entre ellos. Pero la misma amistad denota la respuesta de Jesús, afectuosa, pero firme: «Marta, Marta, tú te preocupas y te agitas por muchas cosas; pero hay necesidad de una sola. María ha elegido la parte buena, que no le será quitada». Esta respuesta de Jesús es incomprensible para la mentalidad eficientista de nuestro tiempo. Nos sirve también a cada uno de nosotros para controlar hasta qué punto hemos entendido las «palabras de vida eterna» que sólo Jesús tiene y pronuncia (cf. Jn 6,68). La comprensión de esa respuesta de Jesús es un don, es objeto de revelación divina. Si, en el fondo, nos encontramos de acuerdo con Marta, debemos orar para que Dios nos conceda ese don. En efecto, sabemos cómo procede Dios: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito» (Lc 10,21).

Si Jesús es la Palabra de Dios hecho hombre, entonces el máximo homenaje que puede hacerse a Él es escucharlo. Esta actitud, es la primera que se debe tener siempre ante Dios. Cuando preguntan a Jesús cuál es el más importante de los mandamientos, Él comienza su respuesta con una orden previa: «Escucha, Israel: El Señor tu Dios es el único Señor y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón...» (Mc 12,29-30). La primera actitud del ser humano ante Dios es escuchar.

¿Cómo podemos nosotros escuchar a Dios? En el monte Tabor, ante su Hijo transfigurado y los apóstoles que fueron testigos, se supone que la voz del Padre que vino de la nube iba a decir sobre Él lo único esencial. Y dijo: «Este es mi Hijo, el amado, escuchenlo» (Mc 9,7; Lc 9,35). Eso es lo que hacía María. Ella, sin saberlo, estaba obedeciendo ese mandato de Dios. Y lo que ella hacía –sentada a los pies de Jesús, escuchaba su Palabra– es la única cosa necesaria. Es la única que tiene dimensión eterna: «No le será quitada». Quiere decir que no cesa ni siquiera con la muerte. Lo que Marta hacía, despreocupada de la Palabra encarnada, y ocupada de muchas otras cosas, todo eso, cesa con la muerte.

Acerca de la Palabra hecha carne el Prólogo del Evangelio de Juan dice: «A cuantos lo acogieron les dio el poder hacerse hijos de Dios» (Jn 1,12). La Palabra no puede ser acogida, sino escuchandola, como lo recomienda Dios: «Escuchenlo».

En nuestro tiempo son muy pocos los que se procuran los momentos de silencio para escuchar la Palabra de Dios. El silencio es necesario, como lo afirma el gran místico San Juan de la Cruz: «Una Palabra habló el Padre, que fue su Hijo, y ésta habla siempre en eterno silencio, y en silencio ha de ser oída por el alma» (Dichos de luz y amor). Debemos estar vigilantes para no dejarnos absorber por los muchos quehaceres y no tengamos la aptitud para escuchar lo que Dios nos quiere decir. Es casi una muletilla que la gente diga: «Tengo mucho trabajo», o que, a una invitación a orar, responda: «No puedo, estoy muy ocupado». El Evangelio de hoy es una advertencia clara de que hay una sola cosa necesaria que tiene dimensión eterna y que todo lo demás es transitorio.

Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles