Iglesia.cl - Conferencia Episcopal de Chile

Comentarios del Evangelio Dominical


Domingo 24 de Noviembre de 2019

Lc 23,35-43
¿Es que no temes tú a Dios?

En este Domingo XXXIV del tiempo ordinario celebra la Iglesia la Solemnidad de Jesucristo Rey del Universo, con la cual corona el Año Litúrgico. En este domingo ya no contemplamos a Jesús en su ministerio terrenal; lo contemplamos en la gloria sentado a la derecha de Dios su Padre. No lo reconocemos simplemente como «Rey de los judíos», según el letrero puesto encima de su cabeza en la cruz, sino como Rey del Universo.

Jesús adquirió esta condición por la fuerza de su amor, que alcanzó su punto culminante en la cruz. Entregando su vida en sacrificio, Jesús obtuvo la salvación de todos los seres humanos. Todos debemos la salvación a Él. La entrega de su vida en la cruz debe inspirar la vida de todo cristiano, como lo recomienda San Pablo: «Hermanos, vivan en el amor, como Cristo los amó a ustedes y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave aroma» (Ef 5,2). San Pedro agrega: «Pues así se les dará amplia entrada en el Reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo» (2Ped 1,11).

El Evangelio de este domingo nos presenta la escena de la crucifixión, porque, como hemos dicho, con su pasión y muerte, con la fuerza de su amor, adquirió Jesús la condición de Rey del Universo. Jesús crucificado fue el espectáculo que la multitud miraba: «Estaba el pueblo mirando». Es tan fuerte el testimonio de la cruz, que en todos los ambientes cristianos es costumbre que presida la imagen de Cristo crucificado. San Pablo se extrañaba que, habiendo contemplado ese espectáculo, los gálatas pudieran confiar en otro para alcanzar la salvación y los reprendía: «¡Oh insensatos gálatas! ¿Quién los fascinó a ustedes, ante cuyos ojos fue presentado Jesucristo crucificado?» (Gal 3,1).

Todos los presentes sabían que Jesús, por medio de su predicación y de sus obras, se había revelado como el Cristo, el Ungido hijo de David, que Dios había prometido a su pueblo. Los primeros que lo confesaron como Cristo fueron los Doce, que, representados por Pedro, declaran: «Tú eres el Cristo de Dios» (Lc 9,20). El ciego de Jericó, lo llama «Hijo de David» y confiesa que Él tiene poder para darle la vista (cf. Lc 18,38.41). Finalmente, el mismo Jesús, ante el Sanhedrín, a la conclusión indignada de todos: «Entonces, ¿tú eres el Hijo de Dios?», respondió: «Ustedes lo dicen: Yo Soy» (Lc 22,70). Lo demuestra el motivo de su condena, que escribieron sobre su cabeza: «Este es el Rey de los judíos». Lo que ellos quieren que sea una afirmación absurda, a los ojos de la fe, es la verdad, como lo declara San Pablo: «Nosotros predicamos a Cristo crucificado... que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1Cor 1,23.24).

Asistían a la crucifixión unos magistrados judíos que seguramente estaban en el Sanhedrín, cuando Jesús declaró su condición de Cristo e Hijo de Dios. Ellos, por tanto, se burlan diciendo: «A otros ha salvado; que se salve a sí mismo si Él es el Cristo de Dios, el Elegido». Los soldados no entienden este lenguaje, porque son romanos; pero considerando el motivo de su condena también ellos se burlan: «Si tú eres el Rey de los judíos, ¡sálvate a ti mismo!». Finalmente, los dos malhechores que fueron crucificados con Jesús son judíos, porque un romano no podía ser sometido al suplicio de la cruz. Uno de ellos lo insultaba: «¿No eres tú el Cristo? Pues ¡sálvate a ti y a nosotros!». Insultar a Jesús, cuya Persona es sagrada, por ser Dios, revela una falta de «temor de Dios». El otro malhechor lo comprende y le dice: «¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? Y nosotros la sufrimos con razón, porque lo hemos merecido por nuestros hechos; en cambio, éste nada malo ha hecho». Es el único entre los presentes que reconoce públicamente a Jesús como rey y, por tanto, le pide: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas en tu Reino». Espera que esto ocurra en un futuro tal vez lejano, cuando Jesús venga de nuevo a la tierra con gloria. Pero recibe de Jesús esta respuesta: «En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el Paraíso». Será el primero en que se cumplirá lo declarado por Jesús: «A todo el que me reconozca delante de los hombres, lo reconocerá el Hijo del hombre delante de los ángeles de Dios» (Lc 12,8).

Tres cosas hay que destacar en la respuesta de Jesús. En primer lugar, el adverbio de tiempo enfatizado por Jesús: «Hoy». No tendrá que esperar hasta el fin del mundo. Se trata de un hoy eterno, pero que comenzará en el momento de su muerte. Lo segundo es el lugar: «en el Paraíso», que describe la situación de felicidad plena en que Dios creó al ser humano y que se perdió por causa del pecado de Adán; Jesús declara que Él tiene la misión de devolvernos al Paraíso y lo promete a ese malhechor que lo reconoce delante de los hombres. Por último, lo más importante: «Estarás conmigo». ¡Cómo habría querido escuchar San Pablo esa promesa! Él escribe a los filipenses: «Me siento apremiado por las dos partes: por una parte, deseo partir y estar con Cristo, lo cual, ciertamente, es lejos lo mejor; pero, por otra parte, quedarme en la carne es más necesario para ustedes» (Fil 1,23-24). Ese anhelo del apóstol se lo concedió Jesús al buen ladrón.

¿Por qué el otro malhechor crucificado fue incapaz de reconocer a Jesús como el Cristo? Porque no tenía el temor de Dios. El temor de Dios es un don del Espíritu Santo que concede al ser humano comprender quien es Dios y quien es él; concede al ser humano sentir la presencia de Dios y el ámbito de lo sagrado. En la Escritura leemos: «El temor del Señor recrea el corazón... Para el que teme al Señor, todo irá bien, en el día de su muerte será bendito. Plenitud de la sabiduría es temer al Señor... Corona de la sabiduría es el temor del Señor, ella hace florecer la paz y la salud. Raíz de la sabiduría es temer al Señor... Sabiduría y enseñanza es el temor del Señor... No seas rebelde al temor del Señor, ni te acerques a él con corazón dividido» (Sirácide 1,11ss). En este último tiempo hemos asistido en nuestro país a muchos lamentables episodios que revelan falta de temor de Dios. No se ha tenido la sensibilidad para comprender que el crucifijo, es la expresión del amor divino y humano de Jesús, que es sagrado, y hemos visto cómo es arrojado al fuego por una banda de jóvenes al grito de blasfemias. Hemos visto la destrucción de otras imágenes sagradas y el saqueo e incendio de templos, que son lugares sagrados. A quienes tales cosas hicieron habría que preguntar: «¿Es que no temen ustedes a Dios?». Ellos se ponen tristemente en la actitud de aquel malhechor que insultaba a Jesús.

Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles