Iglesia.cl - Conferencia Episcopal de Chile

Comentarios del Evangelio Dominical


Domingo 09 de Febrero de 2020

Mt 5,13-16
Dios es Luz; en Él no hay tiniebla alguna

El Evangelio de este Domingo V del tiempo ordinario está tomado del Sermón de la Montaña, que en el Evangelio de Mateo cubre los capítulos 5 al 7 y que seguiremos leyendo los próximos domingos. Su lectura debió haber comenzado el domingo pasado con las Bienaventuranzas, pero en su lugar leímos el Evangelio de la Presentación del Niño Jesús en el templo, porque se celebraba esa fiesta del Señor.

En la breve lectura de hoy Jesús formula dos afirmaciones: «Ustedes son la sal de la tierra... Ustedes son la luz del mundo», cada una de ellas seguida por un comentario explicativo. Lo primero que tenemos que aclarar es ese sujeto «ustedes», es decir, a quién se dirige Jesús cuando hace esas afirmaciones. Para saber esto tenemos que remontarnos al comienzo del Sermón: «Viendo las multitudes, Jesús subió a la montaña y, habiendose sentado, se le acercaron sus discípulos. Y, abriendo su boca, les enseñaba diciendo: “Bienaventurados los pobres de espíritu...”» (Mt 5,1-3). Ese pronombre personal «ustedes» está, entonces, en lugar de sus discípulos. A ellos se dirige Jesús. Esas dos afirmaciones son, por tanto, dos comparaciones. En el lenguaje bíblico, diríamos, «dos parábolas», según el modo característico de enseñar de Jesús, que a menudo se vale de este medio.

Hasta este momento el evangelista Mateo nos ha informado que Jesús ha llamado en su seguimiento solamente a cuatro pescadores –Pedro, Andrés, Santiago y Juan– y todavía no ha formado el grupo de los Doce. Y resume la actividad desarrollada por Él en Galilea, diciendo: «Jesús recorría toda Galilea, enseñando en sus sinagogas, proclamando el Evangelio del Reino...» (Mt 4,23). Su principal actividad consiste en «enseñar»; es principalmente un «maestro». Quienes asumen su enseñanza adquieren la condición de «discípulos». Las dos breves parábolas que formula son parte esencial de esa enseñanza.

«Ustedes son la sal de la tierra». Es una comparación que expresa una vocación, una misión, que es esencial en sus discípulos. Lo propio de la sal es sazonar, de manera que una pequeña cantidad agregada a los alimentos da sabor a todo. Asimismo, un discípulo de Cristo, dondequiera que esté, debe hacer sentir su presencia y su efecto benéfico. Si pierde esta característica y se disimula en la masa, pasando inadvertido, cesa su condición de discípulo de Cristo. Lo dice Jesús de modo eficaz, con su lenguaje concreto: «Si la sal se desvanece... para nada sirve ya»; es como decir: «Deja de ser sal». Su único destino es «ser arrojada fuera y ser pisada por los hombres». Esta es la sentencia de Jesús para quienes se dejan arrastrar por los demás y terminan opinando en todo como la mayoría, diciendo lo que hoy se llama «políticamente correcto», que casi siempre equivale a lo «incorrecto».

Mucho más exigente es aún la segunda comparación: «Ustedes son la luz del mundo». La tiniebla, siendo una totalidad negra, es el reino de la nada; la luz, en cambio, es el reino del ser y del bien. Por eso, el único que puede asumir la condición de luz sin limitación es Dios, como lo dice San Juan: «Dios es Luz; en Él no hay tiniebla alguna» (1Jn 1,5). Siendo Jesús Dios verdadero, Él es el único hombre que puede decir sobre sí mismo: «Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no camina en la tiniebla, sino que tendrá la luz de la Vida» (Jn 8,12). La «luz de la Vida» se refiere a la Vida eterna, como ocurre a menudo en el Evangelio de Juan. Se refiere, por tanto, a la Vida de Dios. Cuando Jesús dice a sus discípulos: «Ustedes son la luz del mundo», está diciendo que ellos participan de la misma Vida divina que Él posee como propia. Como dijimos, ningún ser humano puede pretender poseer esa Vida, excepto como un don gratuito absolutamente inmerecido. Por eso, en la doctrina cristiana adopta el nombre de «gracia». El Catecismo la define así: «La gracia es una participación en la vida de Dios. Nos introduce en la intimidad de la vida trinitaria... Como “hijo adoptivo”, el cristiano puede ahora llamar a Dios “Padre”, en unión con el Hijo único... La gracia de Cristo es el don gratuito que Dios nos hace de su vida infundida por el Espíritu Santo en nuestra alma para sanarla del pecado y santificarla: es la gracia santificante o divinizadora» (N. 1997.1999).

La luz tiene como esencia iluminar. Tan absurdo es poner la luz debajo de un cajón como que un cristiano deje de iluminar a su entorno. Lo dice Jesús: «Nadie enciende una luz para ponerla debajo de un cajón, sino sobre un candelero para que ilumine a todos los que están en la casa». Debe «iluminar a todos». Así como la luz alumbra por sí sola, por el solo hecho de ser luz, así también el cristiano debe iluminar por el sólo hecho de ser coherente con su condición. La iluminación más potente, que nadie puede ignorar, es el amor. El ser humano es infinitamente distinto respecto de Dios, excepto en el amor. Por eso tenemos ese único precepto que los resume todos: «Amense los unos a los otros» (Jn 13,34; 15,12)). Lo dice el mismo evangelista Juan con toda claridad en su carta: «Queridos, amemonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor» (1Jn 4,7-8). El amor, como la luz, no puede ocultarse. El amor del cual hablamos consiste en «procurar el bien del otro» y es un don de Dios, que nos hace hijos suyos: «El que ama ha nacido de Dios». Ahora entendemos lo que Jesús agrega a sus discípulos como un mandato.

«Brille la luz de ustedes delante de los hombres para que viendo las buenas obras de ustedes glorifiquen al Padre de ustedes que está en el cielo». Esas «buenas obras» son las obras del amor. Y dado que éste es un don de Dios y manifiesta a Dios «que es amor», a Dios debe referirse toda la gloria. Notemos que Jesús dice algo inmenso para los oídos de quienes lo escuchaban. Ha llamado a Dios «el Padre de ustedes que está en el cielo». ¡Ha llamado a sus discípulos «hijos de Dios»! Hasta aquí, en el Evangelio de Mateo, esa condición se ha afirmado solamente de Jesús, por la voz del cielo que declara en el momento de su bautismo en el Jordán: «Este es mi Hijo, el Amado, en quien me complazco» (Mt 3,17). Y en dos de sus tentaciones el diablo quiere verificarlo: «Si eres Hijo de Dios...» (Mt 4,3.6). Sólo quien es «hijo de Dios» puede practicar el amor, porque, como afirma Jesús: «En verdad, en verdad les digo: el Hijo no puede hacer nada por su cuenta, sino lo que ve hacer al Padre: lo que hace Él, eso también lo hace igualmente el Hijo» (Jn 5,19).

¡Cuánto anhelamos que brille el amor en la escena pública en nuestro país, es decir, que cada uno, olvidado de sí mismo, procure el bien de los demás! Eso haría que todo el país estuviera iluminado y que Dios fuera glorificado. Esta es la misión y la vocación de los cristianos. Cada uno debe examinarse para ver hasta qué punto la cumple.

Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles