Iglesia.cl - Conferencia Episcopal de Chile

Comentarios del Evangelio Dominical


Domingo 10 de Mayo de 2020

Jn 14,1-12
Ya no vivo yo; Cristo vive en mí

El Evangelio de este Domingo V de Pascua comienza con una exhortación de Jesús a sus discípulos: «No se inquiete el corazón de ustedes». Hay muchos motivos por los cuales puede inquietarse el corazón de una persona. Más adelante, Jesús aclara el motivo repitiendo la misma exhortación: «No se inquiete el corazón de ustedes ni tenga miedo» (Jn 14,27). El motivo de la inquietud de los discípulos es el miedo.

Y tienen motivos para tener miedo. Después de la resurrección de Lázaro, las autoridades judías se reunieron y «desde ese día, decidieron dar muerte a Jesús» (Jn 11,53) y ellos saben que «los sumos sacerdotes y los fariseos habían dado órdenes de que, si alguno sabía dónde estaba Jesús, lo notificara para detenerlo» (Jn 11,57). Más aun, Jesús acababa de declarar que quien haría eso estaba entre ellos: «En verdad, en verdad les digo, que uno de ustedes me entregará» (Jn 13,21). Y a Pedro, que aseguraba estar dispuesto a dar la vida por Él, Jesús había dicho: «¿Que darás tu vida por mí? En verdad, en verdad te digo: no cantará el gallo antes de que tú me hayas negado tres veces» (Jn 13,38).

«No se inquiete el corazón de ustedes». Y para poner en paz el corazón de ellos, agrega: «Ustedes creen en Dios; crean también en mí». Los discípulos eran judíos piadosos que creían en Dios y ciertamente oraban diciendo: «El Señor es mi Pastor, nada me falta… aunque camine por quebradas oscuras, nada temo, porque Tú vas conmigo; tu vara y cayado me sosiegan» (Sal 23,1.4). Ahora Jesús les pide que tengan la misma fe en Él. Reafirma su partida, pero les aclara su destino. Antes, a la pregunta de Pedro: «¿A dónde vas, Señor?», Jesús había respondido con una evasiva: «Adonde Yo voy tú no puedes seguirme ahora; me seguirás más tarde» (Jn 13,36). Ahora les aclara: «En la casa de mi Padre hay muchas mansiones… Y, cuando haya ido allá y les haya preparado un lugar, volveré y los tomaré conmigo, para que donde estoy yo estén también ustedes». Su destino es claro: «La casa de su Padre» y también es claro que allá hay muchas mansiones. Pero Jesús agrega: «Adonde Yo voy ustedes conocen el camino».

Dos cosas no han quedado claras a los discípulos: cuándo volverá y cuál es el camino. Los discípulos se centran en esta última y Tomás se adelanta a preguntar, con algo de impertinencia: «Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?». Jesús deja pasar la primera afirmación, porque, en realidad, acaba de decir que va a su Padre y responde a la pregunta sobre el camino que conduce a ese destino: «Yo soy el camino y la verdad y la vida; nadie va al Padre, sino por mí». El destino de todo ser humano, la razón de su existencia es gozar de la presencia de Dios, que es el Padre de Jesucristo por toda la eternidad, como lo declara San Pablo: «Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, por cuanto nos ha elegido en Cristo, antes de la creación del mundo para que fuesemos santos e inmaculados en su presencia por el amor» (Ef 1,3.4). Este es el fin que da sentido a la vida humana. Es lo que hay que tener en cuenta en toda decisión que afecte al ser humano. No hay otro medio para alcanzar ese fin fuera de Cristo. Él se hizo hombre para eso; para ser el camino que conduce al Padre. Todo el Antiguo Testamento consiste en mostrar ese camino y es frecuente la oración: «Señor, muestrame tu camino». Varios siglos antes de Cristo, Isaías lo anuncia: «Con tus oídos oirás detrás de ti estas palabras: “Ese es el camino, caminen por él”» (Is 30,21). Eso que era oscuro para los judíos antes de Cristo, es claro para nosotros. Nosotros conocemos el camino. Nos falta cumplir la exhortación: «Caminen por Él».

Quedó pendiente la pregunta sobre el cuándo. ¿Volverá Jesús al fin del mundo para tomarlos con Él o volverá a ellos antes? La respuesta es que ambas cosas son verdad. Pero, interesa lo que entendieron los discípulos. Ellos ciertamente entendieron un regreso de Jesús, después de pocos días. Y así fue. Por eso, este Evangelio es apropiado para este Domingo de Pascua. Cuando Jesús se presentó vivo en medio de sus discípulos aquel primer día de la semana, cesó en ellos toda incertidumbre y toda inquietud: «Los discípulos se alegraron de ver al Señor» (Jn 20,20). Esto significa que también se cumple: «Los tomaré conmigo, para que estén donde estoy Yo». Así es. Lo había enseñado referido a su presencia real entre nosotros, la de Jesús encarnado y hecho hombre, tal como estaba allí hablando con ellos: «El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y Yo en él» (Jn 6,56). Es lo mismo que decir: «Está donde estoy Yo».

Tenemos que examinar todavía la pregunta de Felipe. El apóstol ha entendido que Jesús es el camino para ir al Padre y por eso suplica: «Señor, muestranos al Padre y nos basta». Está expresando su fe en Jesús: «Crean también en mí, como creen en Dios». El apóstol confía en que Jesús puede cumplir su anhelo de ver a Dios y agrega, con razón, que, alcanzado ese objetivo, basta, no desea nada más. Sigue siendo verdad que en nuestro estado presente nadie puede ver a Dios, en su misma esencia. Pero Dios se ha hecho visible, porque el Hijo de Dios, que es Dios verdadero, se hizo hombre. Es lo que responde Jesús a la petición de Felipe: «¿Tanto tiempo hace que estoy con ustedes y no me conoces, Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre». Esta respuesta equivale a: «Jesús basta», porque viendolo a Él vemos al Padre. Si alguien está pensando que eso es algo metafórico o figurado, debe más bien reconocer que aún no conoce a Jesús: «¿Aún no me conoces?». Esa respuesta de Jesús es clara para quienes lo conocen. Los santos, viendo a Jesús, a quien tienen en su corazón, ven al Padre y eso les basta. Si le preguntaramos a Santa Teresa de Jesús de Ávila, qué opina de esa respuesta de Jesús, ella diría: «Es obvio, a quien tiene a Jesús nada le falta, sólo Él basta». Esa respuesta de Jesús es clara para los santos. Fue clara también para los apóstoles. Por eso, se conserva en el Evangelio como palabra de Dios.

Todo nuestro empeño en este mundo debe ser entonces conocer a Jesús, lo que hizo y lo que enseñó e imitarlo. San Pablo había asimilado a Jesús hasta tal punto que afirma: «Ya no vivo yo; es Cristo quien vive en mi» (Gal 2,20); su propio «yo», sustituido por el «YO» de Cristo, en la certeza de que el «YO» de Cristo es uno solo: Dios. Por eso, San Pablo puede exhortar: «Sean imitadores míos, como yo lo soy de Cristo» (1Cor 11,1).

Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles