Iglesia.cl - Conferencia Episcopal de Chile

Comentarios del Evangelio Dominical


Domingo 27 de Junio de 2021

Mc 5,21-43
Yo soy la resurrección y la vida

Entre el Evangelio del domingo pasado, en que leíamos el episodio de la tormenta calmada por Jesús en el Mar de Galilea, cuando con sus discípulos atravesaban en la barca a la otra orilla (Mc 4,35-41), y el Evangelio de este Domingo XIII del tiempo ordinario, está el relato de lo ocurrido en esa otra orilla del lago, en la región de los gerasenos, a saber, la liberación de un hombre poseído por un espíritu inmundo por el poder de la palabra de Jesús, que le dice: «Espíritu inmundo, sal de ese hombre» (Mc 5,1-20). El Evangelio de este domingo comienza cuando Jesús regresa nuevamente a la orilla donde había dejado a la multitud la tarde anterior.

«Jesús pasó de nuevo en la barca a la otra orilla y se aglomeró junto a Él una gran multitud; Él estaba a la orilla del mar». Es el mismo escenario del día anterior, cuando Jesús les enseñaba desde la barca muchas cosas en parábolas. Da la impresión de que está por comenzar una nueva jornada de enseñanza. Pero, esta vez la enseñanza no será a través de parábolas, sino con hechos. Jesús es la Palabra y, por tanto, también sus hechos hablan, realizando lo que dice Juan en la conclusión del Prólogo de su Evangelio: «A Dios nadie lo ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, Él lo ha contado» (Jn 1,18).

«Llega uno de los jefes de la sinagoga, llamado Jairo, y al verlo, cae a sus pies, y le suplica con insistencia diciendo: “Mi hija está en punto de muerte (lit. “in extremis”); ven, impón las manos sobre ella, para que se salve y viva”». Si Jesús tenía pensado, como decíamos, comenzar una nueva jornada de enseñanza, esta circunstancia lo hace cambiar sus planes y acceder a ese ruego: «Jesús se fue con él». Podemos admirar su docilidad y su flexibilidad para cambiar cuando las circunstancias lo exigen. En este caso la circunstancia que lo exige es la fe de ese hombre en su poder y también en su bondad: «Ven, impón las manos sobre mi hija para que viva». Cree que Jesús tiene el poder; pero también que querrá usarlo en favor de su hija. Estamos viendo que se cumple lo que Él mismo nos promete: «Todo lo que ustedes pidan en mi Nombre, Yo lo haré… Si me piden algo en mi Nombre, Yo lo haré» (Jn 14,13.14). Pedir «en su Nombre» significa hacerlo con fe en Él. Es lo que hacía Jairo.

La multitud quiere asistir a esa curación: «Lo seguía una gran multitud que lo oprimía». Esto ofrece la ocasión para que una mujer que sufría pérdida de sangre pueda acercarse a Jesús sin ser notada. El evangelista se detiene a describir el mal que ella sufre: «Padecía flujo de sangre desde hacía doce años, y había sufrido mucho con muchos médicos y había gastado todos sus bienes sin provecho alguno, antes bien, yendo a peor». También ella se acerca a Jesús impulsada por su fe. Se decía: «Si logro tocar, aunque sólo sea sus vestidos, me salvaré». Según la Ley, a causa de su flujo de sangre, quienquiera que la tocara a ella o usara algún mueble o artefacto que ella hubiera usado, quedaba impuro, es decir, no apto para acercarse a Dios, mientras no se purificara. Ella está segura de que nada puede hacer impuro a Jesús; al revés, que Él hace puro y da vida a todo lo que toca: «Se acercó por detrás entre la gente y tocó su manto… Inmediatamente se le secó la fuente de sangre y sintió en su cuerpo que quedaba sana del mal». ¡Había logrado su objetivo!

Pero Jesús tuvo una reacción que debió confundirla: «Se volvió entre la gente y dijo: “¿Quién me ha tocado los vestidos?”». Jesús quiere conocer a esa mujer, porque siente vivo afecto por ella y –si así se puede decir– admiración. Quiere conocer a quien tuvo tanta fe en Él. Cuando ella se presentó, le dice: «Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz y queda sana de tu enfermedad». Es la única dichosa mujer a quien Jesús llama: «Hija». Y no puede dejar de celebrar su fe. Así como Jesús destacó y señaló como ejemplo el «óbolo de la viuda pobre» (Mc 12,42-44), así quiso destacar, ante sus mismos discípulos la fe de esa mujer.

Pero, estamos pensando en la impaciencia de Jairo al ver que Jesús es detenido por este hecho, mientras su hija está en extremo de vida. Y, de hecho, «vienen de la casa del jefe de la sinagoga diciendo: “Tu hija ha muerto; ¿para qué molestar más al Maestro?”». La comunicación fue privada; pero Jesús logró escuchar lo dicho y, antes de que Jairo reaccione, le dice: «No temas; solo cree». Jairo le había pedido que pusiera las manos sobre su hija enferma para que sanara; ahora, que murió, ¿qué debe creer? Hasta ahora, Jesús ha expulsado demonios, ha purificado leprosos, ha calmado el viento y el mar; pero no ha resucitado a un muerto. Los que traen la triste noticia, opinan que, ante la muerte, ya Jesús no tiene nada que hacer. Pero Jesús sigue adelante sereno y sin prisa, como si el mensaje no lo afectara.

Llega a la casa de Jairo, acompañado por Pedro, Santiago y Juan y encuentra ya allí a las plañideras que lloran y se lamentan por la muerte de la niña. ¡Estaba bien muerta! Pero Él declara: «La niña no ha muerto; está dormida». Tiene razón. La muerte para Jesús es otra cosa; es el pecado, que rechaza a Dios, fuente de vida. Para Él, la verdadera muerte es la muerte eterna. Por eso, en otra ocasión dice a uno: «Deja que los muertos entierren a sus muertos» (Mt 8,22; Lc 9,60). Para Jesús, la muerte corporal es sólo como dormir. Lo dice a sus discípulos, cuando murió su amigo Lázaro: «Nuestro amigo Lázaro se ha dormido; pero voy a despertarlo» (Jn 11,11).

Jesús tomó la mano de la niña muerta y le dijo, como si estuviera viva –nadie da una orden a un muerto–: «Talitá kum». Y ella obedeció: «La muchacha se levantó al instante y se puso a andar». Este episodio es un importante paso adelante en la manifestación de la identidad de Jesús y en la respuesta a la pregunta: «¿Quién es este?». Ahora tenemos que formularla así: «¿Quién es este, que resucita muertos?». Nosotros podemos responder con el Salmo que dice de Dios: «En ti está la fuente de la vida, y en tu luz vemos la luz» (Sal 36,10). Creemos en su Palabra: «Yo soy la resurrección y la vida» (Jn 11,25; 14,6). Nos habría gustado conocer la reacción de Jairo y su vida posterior. Estamos seguros de que él dio testimonio de este hecho y del poder de Jesús hasta el fin de su vida. Es lo que debemos hacer también nosotros, en particular, en medio de la pandemia que nos azota. De ella nos puede librar Jesús si acudimos a Él con la fe de Jairo y de la mujer con flujo de sangre.

Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles