Iglesia.cl - Conferencia Episcopal de Chile

Comentarios del Evangelio Dominical


Domingo 08 de Agosto de 2021

Jn 6,41-51
El pan que Yo daré es mi carne

El domingo pasado concluíamos la lectura del Capítulo VI del Evangelio de Juan con esta declaración solemne de Jesús: «Yo soy el pan de la vida; el que viene a mí no tendrá hambre y el que cree en mi, no tendrá sed jamás» (Jn 6,35). Los presentes no pudieron entender esa afirmación, sino como una metáfora, porque Él no es un pan, sino un hombre. Pero es una metáfora con la cual Jesús afirma la absoluta necesidad que tenemos de Él para tener vida, como es necesario el pan –la comida–, a lo cual agrega también la bebida: «No tendrá sed». Los presentes no objetan, por tanto, esa afirmación; pero se detienen en una afirmación anterior, que Jesús hace en contraste con el maná, declarandolo sólo una figura del «pan verdadero»: «Es mi Padre quien les da el verdadero pan del cielo; porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida al mundo» (Jn 6,32-33). Esto es lo que objetan.

«Los judíos murmuraban contra Él, porque había dicho: “Yo soy el pan que ha bajado del cielo”. Y decían: “¿No es éste Jesús, hijo de José, cuyo padre y madre conocemos? ¿Cómo puede decir ahora: He bajado del cielo?”». Todo el discurso evoca los episodios del Éxodo, por medio de la mención de Moisés, el desierto, el hambre y la sed, el maná; a esto se agrega la murmuración, que es la resistencia solapada, por detrás. Murmuran contra Jesús, no porque haya afirmado que Él es el pan de la vida, sino porque haya dicho que ese pan ha bajado del cielo; objetan su origen, como se repite en otros puntos de este Evangelio: «Éste sabemos de dónde es, mientras que, cuando venga el Cristo, nadie sabrá de dónde es» (Jn 7,27); «Aunque yo dé testimonio de mí mismo, mi testimonio vale, porque sé de dónde he venido y a dónde voy; pero ustedes no saben de dónde vengo ni a dónde voy» (Jn 8,14); «Nosotros sabemos que a Moisés le habló Dios; pero ése no sabemos de dónde es» (Jn 9,29)…, hasta la pregunta culminante de Pilato durante el juicio contra Él: «¿De dónde eres tú?» (Jn 19,9). Los judíos entendieron bien lo que Jesús quiso decir: «¿Cómo puede decir: He bajado del cielo?”». Pero murmuran, porque rechazan ese origen divino.

Jesús comprende que ellos no puedan acoger sus palabras, porque sus palabras no son accesibles a la mente humana, son un don de Dios: «No murmuren entre ustedes. Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo atrae». Jesús ya aclaró quién es Aquel a quien Él llama: «Mi Padre», cuando afirmó: «No fue Moisés quien les dio el pan del cielo, sino mi Padre». Lo que Moisés hizo ante el maná fue decir: «Este es el pan que el Señor (Yahveh) les da por alimento» (Ex 16,15). El que les dio el maná como alimento en el desierto y el que les da ahora el verdadero pan del cielo es el mismo y único Dios, a quien Jesús llama «el Padre». Él es el origen de Jesús: «Él me ha enviado».

Ya era dogma en Israel que no puede el ser humano ver a Dios y permanecer en vida. Jesús reafirma esa verdad, pero abre una excepción: «No es que alguien haya visto al Padre; sino aquel que ha venido de Dios, ése ha visto al Padre». No sólo reafirma su origen divino –venido de Dios–, sino también su capacidad de «ver a Dios». Es una declaración de su divinidad, porque a Dios, la sustancia divina, no puede verla sino Dios mismo. Así lo resume Juan en el Prólogo: «A Dios nadie lo ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, Él lo ha contado». Sobre éste había dicho: «La Palabra era Dios» (Jn 1,1.18).

Jesús continuamente se refiere a dos tipos de vida: vida natural y vida eterna; y consiguientemente dos tipos de muerte: muerte natural y muerte eterna. Así hay que entender su sentencia: «En verdad, en verdad les digo: el que cree, tiene vida eterna». Y repite la afirmación de fe, que da nombre a este discurso: «Yo soy el pan de la vida», se entiende «vida eterna». Jesús ha dicho: «Tiene vida eterna», la tiene ahora; pero se prolonga a la eternidad; esta vida no acaba con la muerte natural. Esta es la vida que concede la fe, es la vida que tiene como alimento el «pan de vida». Para gozar de esta vida no hay que esperar la resurrección; es un don de Dios para el ser ahora.

Hemos dicho que este discurso evoca el Éxodo. A continuación, Jesús se refiere a un tema del Éxodo que los judíos conocían bien, a saber, la muerte en el desierto de todos los mayores de veinte años que salieron de Egipto, incluidos Moisés y Aarón, por no haber creído (Cf. Num 32,10-11): «Los padres de ustedes comieron el maná en el desierto y murieron; este es el pan que baja del cielo, para que quien lo coma no muera». Ellos murieron de muerte natural y no entraron en la tierra prometida; quienes coman «el pan de la vida», que es Jesús, no conocerá la muerte eterna, que es la verdadera muerte, porque goza de la vida eterna, que no muere.

Jesús concluye esta parte del discurso con una declaración asombrosa: «Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que Yo le daré, es mi carne por la vida del mundo». ¡Ya no se puede decir que sea una metáfora! Llegados a este punto debemos comprender que es una realidad: «El pan que Yo daré es mi carne». Pero es su carne dada bajo una modalidad: «Por la vida del mundo». Esta es una expresión sacrificial que debe entenderse de esta manera: «Es mi carne, ofrecida en sacrificio por la vida del mundo». Así lo aclara Jesús en la última cena, el día antes de ofrecerse en sacrificio sobre el altar de la cruz: «Esto es mi Cuerpo, que será entregado por ustedes» (Lc 22,19), o como traduce la fórmula del Misal italiano: «Questo è il mio Corpo offerto in sacrificio per voi» («Esto es mi Cuerpo ofrecido en sacrificio por ustedes»).

El discurso ha alcanzado su punto culminante. En la continuación, Jesús reafirma constantemente lo mismo que ha dicho, contra la resistencia de los oyentes, y no lo retira ni mitiga en modo alguno, aunque todos lo dejen, incluidos sus Doce discípulos. Este es el pan de vida y el cáliz de salvación que se nos da a nosotros cada domingo en la Eucaristía, que contiene «todo el Bien espiritual de la Iglesia, Cristo mismo, nuestra Pascua» (Catecismo N. 1324).

Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles