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Comentarios del Evangelio Dominical


Domingo 15 de Agosto de 2021

Lc 1,39-56
El Poderoso ha hecho en mí cosas grandes; ¡santo es su Nombre!

En el Evangelio de este domingo Lucas nos relata el episodio de la visita de la Virgen María a su pariente Isabel. Interrumpimos la lectura del «Discurso del Pan de Vida», en el Capítulo VI de San Juan, que hemos leído en los tres últimos domingos, porque celebra hoy la Iglesia la Solemnidad de la Asunción de la Virgen María al cielo en alma y cuerpo. Este misterio es digno de celebrarse en el Día del Señor, porque está íntimamente relacionado con el misterio del Hijo de Dios hecho hombre, a quien celebramos todos los domingos.

«En aquellos días, se levantó María y se fue con prontitud a la región montañosa, a una ciudad de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel». Es importante detenernos en la circunstancia de tiempo indicada por Lucas: «En aquellos días». Son los días de la anunciación del Ángel Gabriel a María, a quien dijo de parte de Dios: «Concebirás en el seno y darás a luz un Hijo a quien llamarás con el nombre de Jesús; Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo» (Lc 1,31-32). Dos nombres definen la identidad de ese Niño: Jesús e Hijo del Altísimo, que corresponden a su naturaleza divina y humana, ambas perfectas en la única Persona divina del Hijo, segunda Persona de la Santísima Trinidad. Por otro lado, ese anuncio ocurre seis meses después de que Isabel, a quien María visita, haya concebido a su hijo, Juan el Bautista, como le informa el Ángel: «También Isabel, tu pariente, ha concebido un hijo en su vejez y este es el sexto mes de aquella a quien llamaban estéril» (Lc 1,36).

«María entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel». Lo que sigue es un intercambio de saludos entre dos mujeres: María e Isabel. ¿Por qué no pronuncia el saludo el dueño de casa, Zacarías, como habría sido lo normal? Zacarías no puede hacerlo, porque está mudo, según la sentencia del mismo Ángel Gabriel, cuando le anunció el nacimiento de su hijo Juan: «Quedarás mudo y no podrás hablar hasta el día en que sucedan estas cosas, porque no diste crédito a mis palabras, las cuales se cumplirán a su tiempo» (Lc 1,20). Y, si queda en silencio Zacarías, también queda en silencio José, el esposo de María, que ciertamente está presente.

Isabel saluda a María diciendole: «Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre y ¿de dónde a mí que venga a mí la Madre de mi Señor?». Isabel no puede llamar «mi Señor» a nadie más que a Dios, según el primer mandamiento de la Ley de Dios: «Escucha, Israel, el Señor (Yahweh) tu Dios es el único Señor (Yahweh)» (Deut 6,4). Por tanto, ¡está llamando a María «Madre de Dios»! ¿Cómo sabe Isabel que María está encinta y, sobre todo, cómo sabe la identidad del concebido en su seno? Lo supo en ese momento según ella misma explica: «Apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó el niño en mi vientre». Es Juan, el Precursor, que está indicando al que viene después de él. Pero esto no es suficiente para que Isabel confiese a María como Madre de Dios. El evangelista explica: «Isabel quedó llena del Espíritu Santo y exclamó a gran voz…». Lo que ella pronunció fue una profecía. El mismo Espíritu, que obró en María la concepción virginal del Hijo de Dios, concedió a Isabel el conocimiento de ese misterio.

En presencia de su esposo, Zacarías, que está mudo por no haber creído, Isabel continúa su saludo, acentuando el contraste: «Bienaventurada la que ha creído que tendría cumplimiento lo que le fue anunciado de parte del Señor». Isabel no sólo define a María como «la Madre de mi Señor», sino también como «la que ha creído» (en griego es una sola palabra: «la creyente»). En efecto, María había respondido al anuncio del Ángel diciendo: «He aquí la esclava del Señor; hagase en mí según tu palabra» (Lc 1,38).

María responde ampliando su propio saludo, diciendo: «Engrandece (Magnificat) mi alma al Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador…». No sólo Isabel, como lo acaba de hacer, sino que «en adelante, todas las generaciones me llamarán “bienaventurada”». Explica por qué: «Porque el Poderoso ha hecho en mí cosas grandes; ¡santo es su Nombre!». Nos unimos nosotros a ella cada vez que oramos diciendo: «Padre Nuestro… santificado sea tu Nombre…». Lo decimos por todas «las cosas grandes» que Dios ha hecho, comenzando por la creación de todo lo que existe, por la creación de cada uno de nosotros y por nuestra elevación a la condición de hijos de Dios.

El Hijo de Dios, se encarnó en el seno virginal de María, por obra del Espíritu Santo. Para hacerse hombre, no podía tomar carne sino de una mujer cuya carne fuera inmaculada, es decir sin relación alguna con el pecado. Esa mujer es, por tanto, la única a quien no afectó la sentencia de Adán: «Polvo eres y al polvo volverás» (Gen 3,19). Lo decimos en el Prefacio de la Misa de la Asunción: «Con razón no quisiste, Señor, que conociera la corrupción del sepulcro la mujer que, por obra del Espíritu, concibió en su seno al Autor de la vida, Jesucristo, Hijo tuyo y Señor nuestro». Como lo confiesa nuestra fe, el cuerpo de la Virgen María no sufrió la corrupción, porque ella fue Asunta al cielo con su cuerpo glorificado y así está ahora junto a su Hijo. El dogma de la Asunción de la Virgen al cielo en alma y cuerpo fue proclamado solemnemente por el Papa Pio XII el 1 de noviembre de 1950. Es la última instancia en que el Sucesor de Pedro declaró «ex Cathedra» un dogma de fe. Las palabras esenciales de esa proclamación son las siguientes: «La Inmaculada Madre de Dios siempre Virgen María, concluido el curso de su vida terrena, fue asunta a la gloria celestial en alma y cuerpo».

El domingo pasado concluíamos la lectura del Evangelio con estas palabras de Jesús: «Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que Yo daré, es mi carne, por la vida del mundo» (Jn 6,51). Esa promesa Jesús la cumplió y el pan que Él nos da a comer ahora en el Sacramento de la Eucaristía es la carne inmaculada que Él tomó de su Santísima Madre para hacerse verdadero hombre, sin dejar de ser verdadero Dios. Así vemos, como decíamos más arriba, que todos los misterios de nuestra fe están íntimamente relacionados. Es lo que se llama la «analogía de la fe», que el Catecismo define así: «Por “analogía de la fe” entendemos la cohesión de las verdades de la fe entre sí y en el proyecto total de la Revelación». (N. 114). La contemplación de la Virgen María con su cuerpo glorificado pone ante nuestros ojos lo que seremos también nosotros en la Parusía (la venida del Señor), según su promesa: «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y Yo lo resucitaré en el último día» (Jn 6,54).

Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles