Iglesia.cl - Conferencia Episcopal de Chile

Comentarios del Evangelio Dominical


Domingo 22 de Agosto de 2021

Jn 6,60-69
Nosotros creemos y sabemos

Leemos en el Evangelio de este Domingo XXI del tiempo ordinario la última parte del Capítulo VI de San Juan, que nos refiere la reacción de los presentes en esa sinagoga de Cafarnaúm ante la promesa de Jesús de dar al mundo un «pan de vida» y ante su enseñanza sobre ese pan, que se conoce como el «Discurso del Pan de Vida».

Sabemos que, después de recorrer la Galilea enseñando en las sinagogas de los pueblos de esa región, Jesús, en la primera de sus parábolas –la parábola del sembrador (Mc 4,1-20; Mt 13,1-23; Lc 8,4-15)–, según su propia experiencia, hace una clasificación en cuatro grupos de la acogida que puede tener su Palabra. Aclara: «La semilla es la Palabra de Dios» (Lc 8,11) y compara a quienes la escuchan con cuatro tipos de terreno en los que puede caer la semilla esparcida por el sembrador. El primero es el camino, donde la semilla no puede germinar ni dar fruto; son los que rechazan inmediatamente la Palabra, porque Satanás la arrebata de sus corazones. El segundo y tercer terreno son el pedregoso y el cubierto de abrojos; son los que acogen la Palabra con entusiasmo, pero por poco tiempo, porque la persecución, por causa de la Palabra, o la seducción de las riquezas hacen que quede sin efecto. Finalmente, el cuarto terreno es el terreno bueno en el cual la semilla produce abundante fruto; son los que acogen la Palabra en un corazón bueno y perseveran, venciendo las dificultades.

Cuando Jesús concluyó su enseñanza sobre el Pan de Vida, el evangelista nos informa: «Esto lo dijo enseñando en la sinagoga, en Cafarnaúm» (Jn 6,59). Era ciertamente sábado, es decir, el día en que los judíos se reunían en la sinagoga para la lectura de la Palabra de Dios. Ese día la sinagoga estaba llena, porque, además de los que asistían al servicio sinagogal todos los sábados, estaban los que seguían a Jesús «porque veían las señales que realizaba en los enfermos» (Jn 6,2) y por el milagro de la multiplicación de los panes del día anterior. Podemos suponer a priori que también en esa ocasión la enseñanza de Jesús tuvo diversa acogida, tal como Él lo expresa en la parábola del sembrador.

En efecto, cuando Jesús declaró: «El pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida al mundo… Yo soy el pan de la vida» (Jn 6,33.35), se produce una primera reacción de los presentes: «Los judíos murmuraban contra Él, porque había dicho: “Yo soy el pan que ha bajado del cielo”. Y decían: “¿No es éste Jesús, hijo de José, cuyo padre y madre conocemos? ¿Cómo puede decir ahora: He bajado del cielo?”» (Jn 6,41-42). Estos ya no quisieron seguir escuchando, porque son como el terreno en el que, al caer la semilla, se la comen los pájaros del cielo. Satanás arrebata la Palabra de sus corazones y no queda nada.

Quedó Jesús con un grupo más reducido de oyentes. Y Él siguió adelante con su enseñanza: «El pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo» (Jn 6,51). Ante esta afirmación, reaccionaron otros, los que estaban allí por su fama de sanar a los enfermos: «Discutían entre sí los judíos y decían: “¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?”» (Jn 6,52). Es una pregunta, pero expresa un rechazo. Lo que quieren decir es que, si Jesús no retira esa afirmación o la reduce a una metáfora –diciendo, por ejemplo, que «comer su carne» significa «escuchar su Palabra»–, ellos no pueden seguir escuchando. Si Jesús hubiera querido complacer a su auditorio era el momento de mitigar lo dicho. Pero, lejos de eso, Él lo reafirma con mucha más fuerza, porque lo que Él dice es la verdad: «En verdad, en verdad les digo: “Si no comen la carne del Hijo del hombre, y no beben su sangre, no tienen vida en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida». ¡No sólo es necesario comer su carne, sino que agrega «beber su sangre»! También éstos, que desde el día anterior lo habían seguido, ahora lo abandonaron, porque ya no piensan que sea el profeta que ellos esperaban (cf. Jn 6,14).

Quedó en esa sinagoga Jesús solo con sus discípulos, que son los que lo seguían desde antes, entre ellos el círculo más cercano de los Doce. Y Él siguió adelante con su enseñanza, sin reducirla disimularla en modo alguno: «El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él… el que me coma vivirá por mí. Este es el pan bajado del cielo… el que coma este pan vivirá para siempre» (Jn 6,56.57.58). Ahora son sus mismos discípulos los que rechazan: «Muchos de sus discípulos, al oírlo, dijeron: “Duro es este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo?”». Jesús se expone a perder a sus discípulos. Pero Él es la verdad y no puede engañarlos. Prefiere ser seguido por pocos –incluso por ninguno–, antes que ser seguido por una multitud por el camino del engaño, el camino ancho que lleva a la perdición, por el cual van muchos. Jesús excluye absolutamente la conducta que hoy se designa como «lo políticamente correcto», que equivale a decir y hacer lo que la gente quiere oír y ver, aunque sea lo falso. Muy pocos siguen a Jesús en este modo de actuar. Lo sigue fielmente su Iglesia, que enseña la verdad que ha recibido de Él, aunque, por este motivo, sea impopular y perseguida. ¿Qué motivo podría tener la Iglesia de Cristo para enseñar lo que es impopular? Uno solo: que es la verdad, y la verdad es lo único que nos lleva a Dios, tal como lo declaró Jesús: «Yo soy la Verdad… Nadie va al Padre, sino por mí» (cf. Jn 14,6). La Iglesia enseña la verdad, porque quiere la salvación del ser humano y no ser aplaudida por el mundo. Al contrario, cuando sea aplaudida por el mundo, tiene que temer: «Ay de ustedes, cuando todos los hombres hablen bien de ustedes» (Lc 6,26).

Finalmente, quedó Jesús solo con los Doce. Con los parámetros modernos secularizados se diría que ese día Jesús sufrió un fracaso. No es un fracaso; es un triunfo, porque enseñó al mundo la verdad sobre el Pan de vida y hoy la Iglesia existe y ha atravesado los siglos, aunque sufriendo grandes persecuciones, gracias a la presencia viva, real, de Jesús en la Eucaristía, que es ese Pan de vida. Fácil habría sido para Jesús retener a esa multitud. Pero, si, en una hipótesis imposible, hubiera mitigado la verdad sobre la Eucaristía, hoy la Iglesia no existiría, la historia de la humanidad no contaría con la multitud de santos y mártires que han surgido en el seno de la Iglesia ni con todo el bien que ellos han hecho. En cierto sentido, tenemos que agradecer a los que en esa lejana sinagoga rechazaron la enseñanza de Jesús, porque esto lo obligó a reafirmarla cada vez más, dejando claro que no hablaba de una metáfora, sino de una realidad. La presencia real de Jesús en la Eucaristía es una verdad revelada que es posible afirmar «por la sola Escritura», aunque, como hemos dicho, cuenta con una firme y constante acogida en la Tradición de la Iglesia.

Jesús quedó solo con los Doce. E incluso a ellos pregunta: «¿También ustedes quieren irse?». No, ellos se quedan. Se adelantó Pedro a decir, en representación de los demás: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios». ¿Ellos saben? Sí, saben, porque creen. Y la fe es un don de Dios que concede el conocimiento de Cristo y de lo que Él enseñó: «La obra de Dios es que ustedes crean en quien ha enviado» (Jn 6,29). Confesemos siempre, como Pedro, nuestra fe en Él.

Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles