Iglesia.cl - Conferencia Episcopal de Chile

Comentarios del Evangelio Dominical


Domingo 29 de Agosto de 2021

Mc 7,1-23
Tu Palabra, Señor, me da vida

En este Domingo XXII del tiempo ordinario, en el ciclo de lecturas B, retomamos la lectura del Evangelio de Marcos, después de haber ocupado cinco domingos en la lectura del Capitulo VI de Juan.

La lectura se abre sin vinculación con lo anterior: «Se reúnen junto a Jesús los fariseos y algunos de los escribas venidos de Jerusalén». La descripción de este grupo es confusa. En el tiempo de Jesús, los fariseos eran la facción religiosa más observante, eran los más adheridos a la Ley y a los profetas. El término «fariseos» (en griego: «pharisaioi») parece provenir del término hebreo plural: «perushim», que significa: «separados». En su origen, llamaban así a grupos que se separaban de la convivencia común con el fin de cumplir la Ley y muchas otras normas alimentarias y de pureza externa, que, en un momento, tuvieron sentido, pero, luego, se transmitieron por tradición y quedaron como norma rígida. El evangelista explica para sus lectores romanos, que no conocen el contexto –y también para nosotros: «Los fariseos y todos los judíos no comen sin haberse lavado las manos hasta el codo, aferrados a la tradición de los antiguos, y al volver de la plaza, si no se bañan, no comen; y hay otras muchas cosas que observan por tradición, como la purificación de copas, jarros y bandejas».

Por su parte, la palabra «escriba» es una traducción del término griego: «grammateus», que literalmente significa: «letrado». Se ha adoptado en español el término «escriba», porque eran las personas que sabían leer y escribir y eran a menudo especialistas en la Escritura. Los que se acercan a Jesús, entonces, son escribas del grupo de los fariseos venidos de Jerusalén.

Debemos agregar que la facción de la cual Jesús era más cercano en su tiempo era la de los fariseos. En efecto, los fariseos veneraban como Palabra de Dios no sólo la Ley (el Pentateuco), sino también los profetas; por su parte, Jesús explica su venida diciendo: «No he venido a abolir la Ley y los profetas, sino a darles cumplimiento» (cf. Mt 5,17); y cuando formula la ley del amor a Dios y al prójimo, agrega: «De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los profetas» (Mt 22,40); en la parábola del rico y el pobre Lázaro, pone en boca de Abraham esta recomendación como suficiente: «Tienen a Moisés y los profetas; que los escuchen» (Lc 16,29). Precisamente, por su cercanía, es que Jesús esperaba más de ellos.

Al ver que los discípulos de Jesús no se lavaban las manos antes de comer, lo critican diciendo: «¿Por qué tus discípulos no viven conforme a la tradición de los antepasados, sino que comen con manos impuras?». Obviamente, no están preocupados por la observancia de una medida de higiene –si fuera así, no estaría mal–, sino de una norma religiosa. Es la convicción de que la salvación se alcanza gracias al esfuerzo humano por cumplir normas escritas externas, lo que San Pablo llama: «Obras de la Ley». San Pablo, antes de convertirse a Cristo, era un fariseo de estricta observancia y conocía bien esa mentalidad. Después de conocer a Cristo –y de conocer este episodio del Evangelio– declara: «El hombre no se justifica por las obras de la Ley» (Gal 2,16).

¿Cómo reacciona Jesús ante la crítica de los fariseos? Jesús distingue la observancia de pureza externa –lavado de manos, platos y jarros y otras observancias semejantes– con la pureza del corazón. Y, tratandose de fariseos, recurre a los profetas: «Bien profetizó Isaías acerca de ustedes, hipócritas, según está escrito: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me rinden culto, ya que enseñan doctrinas que son preceptos de hombres”» (Is 29,13). Jesús les reprocha que den a esas observancias externas, que nada tienen que ver con el bien y el mal moral, la misma importancia, o más, que a los mandamientos de Dios: «¡Qué bien violan ustedes el mandamiento de Dios, para conservar la tradición de ustedes!». Y pone un ejemplo. El mandamiento de Dios dice: «Honra a tu padre y a tu madre» (Es el primero de los mandamientos del Decálogo que se refieren al prójimo) y esto obliga al hijo s velar por el padre y la madre cuando tienen necesidad. Pero, si aquel bien con el que se debía socorrer al padre o la madre en su necesidad, se declaraba ofrenda a Dios (korbán), entonces, ciertamente, prevalecía Dios y los padres quedaban privados de esa ayuda. Jesús comenta ese procedimiento: «Anulan así la Palabra de Dios por la tradición de ustedes que se han transmitido; y hacen muchas cosas semejantes a éstas».

En otra ocasión, Jesús usa una imagen expresiva para reprochar a los fariseos la meticulosa observancia de esas normas humanas, mientras dejan de lado el mandamiento de Dios: «¡Guías ciegos, que cuelan un mosquito y se tragan un camello!» (Mt 23,24).

Jesús aprovecha la ocasión para enseñar qué es lo que se debe observar: «Escuchenme todos y entiendan: Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda contaminarlo; sino lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre». Jesús enseña una religiosidad del corazón, que, en la mentalidad semita, es la sede del pensamiento y de las decisiones: «Lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre. Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen las intenciones malas: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraude, libertinaje, envidia, injuria, insolencia, insensatez. Todas estas perversidades salen de dentro y contaminan al hombre». Estas cosas son las que hacen impuro al ser humano y, por tanto, inhábil para la relación con Dios. Es lo que en el Catecismo se llama «pecado mortal»: «El pecado mortal destruye la caridad en el corazón del hombre por una infracción grave de la ley de Dios; aparta al hombre de Dios, que es su fin último y su bienaventuranza, prefiriendo un bien inferior» (N. 1855).

De esa afirmación de Jesús –«lo que sale del hombre, eso es lo que hace impuro al hombre»– el evangelista deduce una verdad para el cristiano: «Jesús declaró puros todos los alimentos». De lo único que tiene que abstenerse el cristiano es de esa lista de cosas que salen del corazón y hacen impuro al ser humano. El extrañamiento respecto de Dios que esas cosas producen la expresa el Catecismo en estos términos: «Si uno tiene conciencia de haber pecado mortalmente no debe acercarse a la Eucaristía sin haber recibido previamente la absolución en el Sacramento de la Penitencia» (N. 1415). El fiel católico debe mantenerse libre de pecado para acercarse todos los domingos a la Eucaristía, que es la estrecha Comunión con Dios.

Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles