Iglesia.cl - Conferencia Episcopal de Chile

Comentarios del Evangelio Dominical


Domingo 10 de Octubre de 2021

Mc 10,17-30
Jesús, mirandolo, lo amó

El Capítulo X del Evangelio de Marcos se abre presentando a Jesús rodeado de multitudes a las cuales, como era su costumbre, enseñaba. En Israel el maestro enseñaba sentado y al lugar donde el maestro se sienta se daba el nombre de «Cátedra». En esa actitud está Jesús, cuando le preguntan si está permitido al hombre repudiar a su esposa y cuando le presentan a unos niños para que los bendiga, como leíamos en el Evangelio del domingo pasado. Distinta es su actitud en el episodio siguiente, que leemos este Domingo XXVIII del tiempo ordinario: «Habiendose puesto ya en camino, corrió uno y, arrodillado ante Él, le preguntó…». El episodio es una detención en el viaje de Jesús, porque luego continúa: «Iban en camino, subiendo a Jerusalén y Jesús iba delante de ellos» (Mc 10,32). Esta presentación y el hecho de que alguien tenga que correr para detener a Jesús con una última pregunta concede urgencia a la acción.

«Maestro bueno, ¿qué ha de hacer para heredar vida eterna?». El título «Maestro (Rabbí)» era muy honorífico en Israel; si, además, se agrega el adjetivo «bueno» y la actitud de arrodillarse ante Él, da la impresión de excesivo obsequio. Tanto, que Jesús se ve en la obligación de referirlo sólo a Dios: «Nadie es bueno, excepto uno, Dios». Dado que el anónimo personaje formula una pregunta que nos representa a todos, nos interesa también escuchar la respuesta de Jesús, que no es la de cualquier maestro, sino la de quien es verdaderamente «el Maestro bueno»: «Sabes los mandamientos: no mates, no cometas adulterio, no robes, no levantes falso testimonio, no defraudes, honra a tu padre y a tu madre». Observamos que Jesús le cita solamente los mandamientos de la segunda tabla, los que se refieren al prójimo. De aquí que Mateo en el lugar paralelo agrega: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 19,19). Pero observamos también que Jesús agrega uno que no pertenece al Decálogo: «No defraudes», es decir, no prives a otro de lo suyo.

Hasta ahora no sabemos nada sobre el hombre que detiene a Jesús, excepto que desea alcanzar la felicidad eterna, que esto significa la «vida eterna». Pero en su reacción queda retratado: «Maestro, todo eso lo he guardado desde mi juventud». Quedamos admirados. Se nos da la impresión de una persona de extraordinaria virtud. ¡Cumple la condición indicada por Jesús! Pero, entonces, ¿por qué pregunta, como si algo le faltara? Jesús también quedó admirado. No sólo eso, sino también: «Mirandolo, lo amó». De nadie, en modo personal, dice esto el Evangelio, excepto del «discípulo amado», y de Marta, su hermana María y Lázaro (cf. Jn 11,5). Y, en prueba de su amor, Jesús quiere darle el Bien supremo, que es el don de sí mismo: «Una cosa te falta: vende cuanto tienes y dalo a los pobres –y tendrás un tesoro en el cielo– y luego ¡ven, sigueme!». Estamos ante uno que habría podido ser otro «discípulo amado».

Jesús no se pone en el caso de que este llamado pueda ser rechazado. Pero en la reacción de ese hombre a esta segunda intervención de Jesús se nos revelan otras dos características de él. La primera es que se trata de un hombre rico: «Abatido por estas palabras, se fue entristecido, porque tenía muchas posesiones». La BJ y también nuestro leccionario traduce: «Tenía muchos bienes». Es una traducción errónea y contraria a la misma enseñanza de Jesús en este episodio. La palabra griega «ktémata» no tiene relación con el concepto de «bien», que habría sido «agathá». Se relaciona, en cambio, con el verbo «adquirir». Se trata, entonces, de posesiones, que en este caso se revelarán como «males», todo lo contrario de «bienes». El hecho de que traduzcamos «posesiones» por «bienes», revela una mentalidad secularizada, cerrada en este mundo.

Por otro lado, la respuesta del hombre: «Todo eso lo he observado», dado el apego a sus posesiones, se demuestra falsa, porque uno de los mandamientos que Jesús le indicó –«no defraudarás»– él no lo ha cumplido. En efecto, siendo muy rico y habiendo a su alrededor pobres, que carecen de lo necesario, él ha defraudado a otros de lo que se les debe. Por eso, Jesús le pide que esas posesiones las dé a los pobres.

Tenía muchas posesiones, que le daban la posibilidad de gozar de los placeres de este mundo; pero no le daban la felicidad que deseaba: «Se fue entristecido». Sus riquezas le impedían la felicidad, le impedían la vida eterna, que él deseaba; lo tenían, por tanto, esclavizado.

Al verlo Jesús alejarse triste dijo a sus discípulos, testigos del hecho: «¡Qué difícil es que los que tienen riquezas entren en el Reino de Dios!... Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja». Los discípulos, que compartían la idea de que las riquezas eran signo de una bendición de Dios, asombrados se dicen unos a otros: «Entonces, ¿quién puede ser salvado?». Jesús responde a esta pregunta formulando un dogma de fe cristiana: «Para los hombres es imposible; pero no para Dios; todo es posible para Dios». Es imposible que un muerto se resucite a sí mismo o que un esclavo se libere a si mismo. El muerto necesita ser resucitado y el esclavo ser redimido. La vida eterna es un don gratuito de Dios, que Él quiere dar a todos y, para hacerlo, envió a su Hijo al mundo para que, muriendo en la cruz y resucitando, nos obtuviera como un don la vida eterna. Así lo resume San Pablo: «Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando nosotros muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó, junto con Cristo –por gracia ustedes han sido salvados– y con Él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús, a fin de mostrar en los siglos venideros la sobreabundante riqueza de su gracia, por su bondad para con nosotros en Cristo Jesús. Pues ustedes han sido salvados por la gracia mediante la fe; y esto no viene de ustedes, sino que es un don de Dios» (Efesios 2,4-8).

Después de que Jesús aseguró que es Dios quien, por su misericordia, nos salva, Pedro dice a Jesús: «Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido». Insinúa que ellos han hecho lo que Jesús pidió al hombre rico y que, por tanto, están en situación de heredar la vida eterna. Y Jesús confirma esa conclusión y la amplía a todos: «En verdad les digo: nadie que haya dejado casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o hacienda por mí y por el Evangelio, quedará sin recibir el ciento por uno, ahora al presente, en casas, hermanos…, con persecuciones; y en el mundo venidero, vida eterna». (Es una pena que nuestro leccionario insista en cambiar la palabra cristiana «Evangelio» por la expresión reductiva «buena noticia»).

La promesa de Jesús es la vida eterna, respondiendo a la pregunta con que había comenzado el hecho narrado. Pero garantiza también la felicidad en este mundo. En efecto, el evangelista es redundante en afirmarlo: «Ahora, al presente». Pero agrega Jesús: «Con persecuciones». Tiene razón. Para quien sigue a Jesús, las persecuciones por causa de Él son motivo de gran alegría. Así lo experimentaron los apóstoles, quienes después de haber sido azotados, «marcharon de la presencia del Sanedrín contentos por haber sido considerados dignos de sufrir ultrajes por el Nombre» (Hech 5,41).

Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles