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Comentarios del Evangelio Dominical


Domingo 07 de Noviembre de 2021

Mc 12,38-44
Sea que vivamos, sea que muramos, somos del Señor

El Evangelio de este Domingo XXXII del tiempo ordinario nos presenta a Jesús, ya en Jerusalén, enseñando en el Templo: «Y, en su enseñanza, Jesús decía…».

En el Evangelio de Marcos, seguido por Mateo y Lucas, una parte importante del ministerio de Jesús ocurre mientras va con sus discípulos camino a Jerusalén. En estos tres Evangelios, después de su ministerio en Galilea, Jesús hace un solo viaje a Jerusalén, para enfrentar allí su pasión, muerte y resurrección, y su estadía en la Ciudad Santa fue sólo de algunos días.

Cuando llegaron a la vista de Jerusalén, Jesús mandó a dos de sus discípulos a procurarle un asno para entrar en la ciudad montado en él. Su primer objetivo fue el Templo: «Y entró en Jerusalén, en el Templo, y habiendo observado todo a su alrededor, siendo ya tarde, salió con los Doce hacia Betania» (Mc 11,11). Al día siguiente, Jesús vuelve al Templo: «Entrando en el Templo, comenzó a echar fuera a los que vendían y a los que compraban en el Templo» (Mc 11,15). El evangelista agrega una acción habitual que deja la impresión de un tiempo más prolongado: «Cuando llegaba la tarde, salía fuera de la Ciudad» (Mc 11,19). Luego, Jesús hace una tercera entrada en la Ciudad: «Van de nuevo a Jerusalén y, mientras Él caminaba por el Templo…» (Mc 11,27). En este mismo día el evangelista sigue: «Y, enseñando en el Templo, Jesús decía…» (Mc 12,35). A continuación, sigue el Evangelio de este domingo: «Y, en su enseñanza, Jesús decía…». Esa tarde, «al salir Él del Templo, uno de sus discípulos le dice: “¡Maestro, mira qué piedras y qué construcciones!”» (Mc 13,1). Sigue todo el capítulo XIII dedicado al discurso sobre la destrucción del Templo y sobre la venida del Hijo del hombre: «Entonces verán al Hijo del hombre, que viene entre nubes con gran poder y gloria» (Mc 13,26). Luego leemos: «Faltaban dos días para la Pascua y los Ázimos. Los sumos sacerdotes y los escribas buscaban cómo prenderlo con engaño y matarlo» (Mc 14,1). La impresión que se recibe es que, antes de su muerte en la cruz, Jesús estuvo en Jerusalén menos de una semana.

Pero esta visión es artificial. Sabemos, por el Evangelio de Juan –que en esto se presenta como más real–, que Jesús, después de su ingreso a Jerusalén, permaneció en la ciudad desde el otoño de un año hasta la primavera del año siguiente, es decir, alrededor de seis meses. Jesús subió a Jerusalén para la Fiesta de las Tiendas, que ocurre en otoño (Jn 7,2.10); estaba en la ciudad para la Fiesta de la Dedicación del Templo, que ocurre en invierno (Jn 10,22-23) y su muerte en la cruz tuvo lugar cuando se celebraba la Pascua, que cae en primavera (Jn 12,1). Es cierto que oscilaba entre Betania, donde vivían sus amigos Lázaro, Marta y María, y Jerusalén, como insinúa también Marcos.

En una de esas jornadas de enseñanza diaria en el Templo, Jesús previene a sus discípulos contra el afán de gloria humana, que es vana, y que puede provenir de la ostentación de ciencia o de virtud. Según el doctor de la Iglesia San Francisco de Sales, tres son los tipos de vanagloria: física, intelectual y espiritual, en este mismo orden creciente de gravedad. Jesús omite el primero, que proviene de la belleza o potencia física, como menos grave, aunque igualmente vana. Este modo de suscitar admiración es lo que hace prosperar la industria de los cosméticos, de la moda y de otros medios para hacer resaltar la belleza física.

En cambio, contra los que quieren ser admirados por su ciencia, Jesús dice: «Guardense de los escribas, que aman pasear con amplias túnicas, los saludos en las plazas, los primeros asientos en las sinagogas y los primeros lugares en los banquetes». Mateo agrega a esta lista: «Y ser llamados por los hombres: “Rabbí” (Maestro)» (Mt 23,7). En el tiempo de Jesús, los escribas eran los letrados. «Escriba» traduce el término griego: «grammatéus»: letrado («gramma» significa: letra). Eran los que sabían leer y escribir, los que tenían la ciencia, sobre todo, de la Escritura. La finalidad de esa ciencia es conducir a otros por el camino de la Ley de Dios y no atraer admiración hacia sus personas. Y, menos aún, procurar ventajas materiales: «Devoran la hacienda de las viudas con ostentación de largas oraciones». Dado su conocimiento, la sentencia contra ellos es más grave: «Éstos tendrán un juicio más riguroso».

Jesús previene también contra la ostentación de generosidad y piedad. En efecto, «sentado frente a la alcancía miraba cómo la gente echaba monedas en la alcancía». Es un espectáculo enteramente normal y habitual. Pero el evangelista observa: «Muchos ricos echaban mucho». En esta observación se insinúa la ostentación; quieren ser admirados por su generosidad y por su piedad, aparentando gran interés por el culto, como si de ellos dependiera que a Dios no le falte su culto. Es una antigua pretensión, tanto como el mismo Templo, ante el cual, en su dedicación, dijo Salomón: «¿Es que verdaderamente habitará Dios con los hombres sobre la tierra? Si los cielos y los cielos de los cielos no pueden contenerte, ¡cuánto menos esta Casa que yo te he construido!» (1Rey 8,27). Y el mismo Dios dice: «No tengo que tomar novillos de tu casa, ni machos cabríos de tus apriscos, pues mías son todas las fieras de la selva… mías son las bestias de los campos» (Sal 50,9.10.11).

Lo que llamó poderosamente la atención de Jesús fue esta otra escena, que, en cambio, para todos los demás era insignificante: «Viniendo una viuda pobre echó dos moneditas, es decir, una cuarta parte del as». Se aclara que esta es una «viuda pobre», en contraste con las mencionadas antes, hablando de «la hacienda de las viudas», dando la idea de riqueza. ¡Esta es pobre!, como lo hará notar Jesús. Podríamos decir que Jesús ante ese gesto «quedó encantado» y no quiso dejarlo pasar, sin señalarlo como un ejemplo que agrada a Dios: «Llamando a sus discípulos, les dijo: “En verdad les digo que esta viuda pobre ha echado más que todos los que echan en la alcancía, porque todos han echado de los que les sobraba; ésta, en cambio, ha echado de lo que necesitaba, todo cuanto poseía, todo lo que tenía para vivir”». Dios no necesita nuestros bienes, pues «del Señor es la tierra y cuanto contiene» (Sal 24,1). Dios quiere poderosamente nuestro amor, nos quiere a nosotros mismos; quiere lo que escribe San Pablo a los Romanos: «Si vivimos, vivimos para el Señor; y si morimos, morimos para el Señor. Así pues, sea que vivamos sea que muramos, somos del Señor» (Rom 14,8). Esa viuda pobre, con su gesto de dar, para la gloria de Dios, todo lo que tenía para vivir, fue un ejemplo vivo de esa exhortación del Apóstol. Por eso, Jesús la destacó como un ejemplo para sus discípulos de todos los tiempos, es decir, también para nosotros hoy.

Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles