Iglesia.cl - Conferencia Episcopal de Chile

Comentarios del Evangelio Dominical


Domingo 14 de Enero de 2024

Jn 1,35-42
Los dos discípulos de Juan siguieron a Jesús

El tiempo de Navidad concluye con la Solemnidad de la Epifanía. Esta Solemnidad tiene su día propio el 6 de enero. Pero, dado que en nuestro país el 6 de enero no es feriado civil, la Solemnidad de la Epifanía se traslada al domingo después del 1 de enero. Cuando ese domingo cae el 6 de enero o antes, el domingo siguiente se celebra la Solemnidad del Bautismo del Señor, que marca el comienzo del tiempo litúrgico ordinario. Pero este año el domingo siguiente al 1 de enero fue el 7 de enero y ese domingo celebramos la Solemnidad de la Epifanía. En este caso, el Bautismo del Señor se traslada al lunes después de la Epifanía. Este año lo celebramos el lunes 8 de enero y hoy celebramos ya el Domingo II del tiempo ordinario. Pero debemos recordar que el ministerio público de Jesús comenzó cuando Él se presentó al bautismo de Juan.

En el ciclo B, que se caracteriza por la lectura del Evangelio de Marcos, en este Domingo II se intercala una lectura tomada del Evangelio de Juan, que relata el primer encuentro de Jesús con tres de sus discípulos, que eran discípulos de Juan y que, después de ser llamados por Jesús, serán del número de los Doce. Estamos hablando de Andrés, otro discípulo anónimo y Pedro.

«Al día siguiente, Juan se encontraba de nuevo allí con dos de sus discípulos. Fijandose en Jesús que pasaba, dice: “He ahí el Cordero de Dios”». Es un modo extraño de llamar a un hombre. Pero, en realidad, Juan lo usa porque sus discípulos están preparados para entender su sentido. Ese modo de identificar a Jesús revela la profundidad de la enseñanza de Juan y cómo verdaderamente había cumplido con su misión de «preparar el camino del Señor». En efecto, esos dos discípulos de Juan no objetan, no cuestionan ni se extrañan de ese modo de llamar a Jesús. Al contrario, «los dos discípulos lo oyeron hablar así y siguieron a Jesús». Podemos decir que era la «consigna» que su maestro les había dado.

La lectura comienza con una circunstancia de tiempo: «Al día siguiente». Es importante destacarlo, porque el día anterior Juan ya había llamado a Jesús de ese modo y en forma más explícita: Juan «ve a Jesús venir hacia él y dice: “He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”». Sabemos que todo el culto en Israel giraba en torno al sacrificio. La víctima era inmolada, puesta sobre el altar y luego ofrecida a Dios por ministerio del sacerdote. El altar representaba la aceptación de parte de Dios. De esta manera, ese animal había sido asumido en la esfera de Dios, había sido hecho sacro −sacrificado−, era un «cordero de Dios». Quienes lo comían −sacrificio de comunión (cf. Lev 3,1ss)−, como se hacía con el cordero pascual, entraban, en cierto modo, en comunión con Dios y en comunión unos con otros. El sacrificio se celebraba también como el modo de expiar los pecados (cf. Lev 4,1ss). Para cada tipo de pecado y para cada condición de persona que lo cometía −sacerdote, príncipe, uno del pueblo−, prescribía la Ley un tipo de sacrificio. Lo notable es que Juan había formado a sus discípulos para que acogieran al que venía después de él como «el Cordero de Dios», que quita el pecado, no de éste o aquél, sino «el pecado del mundo», ¡del mundo entero!

En el tiempo de Navidad hemos visto que, treinta años antes, el anciano Simeón, a la puerta del templo, tomó en sus brazos a Jesús y dijo, dirigiendose a Dios: «Mis ojos han visto tu Salvación»; hemos visto también que ese mismo día la profetisa Ana hablaba de ese Niño «a todos los que esperaban la redención de Jerusalén» (cf. Lc 2,30.38). Ambos profetizan la verdad; ese Niño es la Salvación y la Redención. Salvación aplica para algo que está perdido o destruido; Redención es el pago que se debe dar para obtener la libertad de un esclavo. Ese Niño es la «Salvación de Dios» para todos los pueblos −«luz para alumbrar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel»− y Redención de Jerusalén. Es admirable lo que profetizan sobre ese Niño, que en su aspecto exterior no difiere de otros.

Pero Juan va mucho más allá. Juan indica el modo como acontecerá esa Salvación y Redención. La obrará Jesús ofreciendose en sacrificio como «Cordero de Dios que quita el pecado del mundo». Una vez que eso ocurrió y vino el Espíritu Santo sobre los apóstoles, ellos pudieron comprender todo el sentido de lo que Juan decía, como lo expresa la primera carta de San Pedro: «Ustedes han sido redimidos… no con algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa, como de Cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo» (cf. 1Ped 1,18.19).

Hemos hecho esta larga introducción para despertar la curiosidad, en este primer domingo después del comienzo de la vida pública de Jesús. También nosotros debemos reaccionar como esos dos primeros discípulos: «Los dos discípulos oyeron a Juan hablar así y siguieron a Jesús». Esto es los que debemos hacer nosotros domingo a domingo. Debemos venir a escuchar las Palabra de vida eterna, que sólo Jesús pronuncia, admirarnos de los milagros que Él hace, llenarnos de gratitud por el amor que nos ha tenido, hasta entregar su vida por nosotros, alegrarnos por su triunfo sobre la muerte y por la gloria de que goza en el cielo junto a su Padre. La Eucaristía dominical debe ser el momento más luminoso de toda la semana.

Decíamos que en esta ocasión Jesús encontró a tres de los que serán sus Doce apóstoles: «Andrés, el hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que habían oído a Juan y habían seguido a Jesús». La tradición ha identificado al otro discípulo con el evangelista Juan, el que relata estos hechos, el hijo de Zebedeo, uno de los Doce, que, precisamente, omite su nombre por modestia y también para no confundir con el Bautista, Precursor de Jesús. En este Evangelio el único Juan es el Bautista; el apóstol nunca se menciona por su nombre.

Andrés «encuentra primeramente a su hermano Simón y le dice: “Hemos encontrado al Mesías”, que quiere decir, Cristo. Y lo llevó donde Jesús». Lo que le está diciendo, al llamar a Jesús «Cristo» (Ungido) es que se trata del esperado por Israel, como el hijo de David, que salvará al pueblo y restituirá el Reino de Israel. Recordemos que, cuando los judíos mandaron preguntar a Juan: «¿Quién eres tú?», él lo primero que respondió fue: «Yo no soy el Cristo» (Jn 1,20). Andrés, en cambio, declara haber encontrado al Cristo. Su hermano le cree y se deja llevar a Jesús: «Jesús, fijando su mirada en él, le dijo: “Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas”, que quiere decir, “Pedro”». Los objetos tienen “género” y se les puede asignar uno u otro, también neutro. En arameo “Cefas” es masculino y está bien para nombre de varón, indicando su misión −fundamento de la Iglesia−; en cambio, “piedra”, en español (y también en griego “petra”) recibe género femenino y no está bien para llamar a un varón. Por eso, el evangelista lo transforma en Pedro (“Pétros”).

Para darle mayor cercanía con los hechos, el evangelista, que escribe en griego, introduce tres términos arameos −rabbí, Mesías, Cefas−, que traduce inmediatamente al griego: Maestro, Cristo, Pedro, y, en adelante, usa estos términos. Por eso, en la traducción al español no hay razón para traducir el nombre de “Cristo” al arameo “Mesías”, como suele hacer nuestro Leccionario, oscureciendo más que aclarando. Para ser consistente, tendría que traducir por “rabbí” cada vez que se llama a Jesús “maestro” y por “Cefas”, cada vez que recurre el nombre de Pedro. Nosotros nos llamamos “cristianos” y no “mesiánicos” y concluimos nuestras oraciones diciendo: «Por Cristo, nuestro Señor». ¡No cambiemos este nombre glorioso!

Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles