Iglesia.cl - Conferencia Episcopal de Chile

Comentarios del Evangelio Dominical


Domingo 21 de Enero de 2024

Mc 1,14-20
«Evangelio», fuerza de Dios para salvación de todo el que cree

El Evangelio de este Domingo III del tiempo ordinario, tomado de Marcos, no es continuación del que leímos el domingo pasado, que tomabamos de Juan, y nos relataba el primer encuentro que tuvieron con Jesús tres de los discípulos de Juan Bautista, a saber, Andrés, un discípulo anónimo y Simón Pedro (Jn 1,35-42). Esos tres comprendieron que Jesús era «el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo», según la instrucción que habían recibido de su maestro Juan, y lo confesaron como el esperado de Israel: «Hemos encontrado al Mesías, que quiere decir Cristo». Pero no se habla en ese episodio de «llamado» y los dos discípulos que «siguen» a Jesús no permanecen con Él más que ese día: «Se quedaron con Él aquel día».

El Evangelio de este domingo, nos presenta a esos tres discípulos en un escenario muy distinto −el mar de Galilea− y dedicados a la pesca: «Bordeando el mar de Galilea, Jesús vio a Simón y Andrés, el hermano de Simón, largando las redes en el mar, pues eran pescadores… Caminando un poco más adelante, vio a Santiago, el de Zebedeo, y a su hermano Juan; estaban también en la barca arreglando las redes». ¿Por qué se encuentran en un lugar tan alejado −unos 100 km en línea recta− de donde Juan bautizaba y donde les indicó a Jesús que pasaba? Juan bautizaba en el Jordán en un lugar distante pocos km de su desembocadura en el Mar Muerto, en tanto que esos discípulos suyos estaban ahora en el Mar de Galilea, de donde nace el Río Jordán. La respuesta la encontramos en el mismo Evangelio de este domingo y se confirma con la reacción que tendrán esos mismos discípulos tres años más tarde, cuando se encuentren en igual situación, después de que ¡fue entregado Jesús!

«Después de que Juan fue entregado…». El Evangelio nos relatará más tarde la muerte de Juan, mandado decapitar por Herodes con ocasión de su cumpleaños (Mc 6,17-29); («Su cabeza fue el precio de un baile», como hizo escribir el Santo Cura de Ars en el altar del Bautista). Pero estuvo en la cárcel algún tiempo, porque desde allí recibió noticias del ministerio de Jesús y envío a sus discípulos a preguntarle: «¿Eres Tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?» (Mt 11,2-3; Lc 7,18-19). Después de que Juan fue entregado, entonces, sus discípulos se dispersaron y los cuatro que nos interesan volvieron a su oficio de pescadores. No nos debe extrañar porque es lo mismo que hicieron tres años después, cuando fue entregado y crucificado Jesús: «Se manifestó Jesús otra vez a los discípulos a orillas del mar de Tiberíades (Galilea)… Estaban juntos Simón Pedro, Tomás, llamado el Mellizo, Natanael, el de Caná de Galilea, los de Zebedeo y otros dos de sus discípulos. Simón Pedro les dice: “Voy a pescar”. Le contestan ellos: “También nosotros vamos contigo”. Fueron y subieron a la barca…» (Jn 21,1-3). En esta última ocasión, en el mismo lugar de aquella primera, dirigirá Jesús a Pedro el llamado definitivo: «Tú, sigueme» (Jn 21,19.22). Esta vez lo siguió hasta morir por Él.

Volvamos al comienzo: «Después de que Juan fue entregado», Jesús tomó la decisión de formar el grupo de sus discípulos y, con este objetivo, también Él «marchó a Galilea». Él no vuelve a su ciudad de Nazaret, como los discípulos de Juan, que vuelven a su vida anterior; Jesús va a buscarlos a ellos y los encuentra en ese Mar de Galilea: «Vio a Simón y Andrés, el hermano de Simón, largando las redes en el mar… vio a Santiago, el de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban también en la barca arreglando las redes». Estos cuatro pescadores no se encuentran con un desconocido, sino con aquel a quien han confesado ya como el Cristo. Pero ahora su encuentro con Jesús es distinto; Él viene a llamarlos para que, dejandolo todo, los sigan a Él y para encomendarles la misión de prolongar en el mundo la obra de salvación de todo el género humano, que Él vino a realizar: «Siganme y Yo los haré pescadores de hombres».

Todas las generaciones de cristianos debemos admirar y agradecer la respuesta de ellos que, sin vacilar, «al instante, dejando las redes lo siguieron… dejando a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros, se fueron tras Él». Es un relato muy sobrio; pero se trata del círculo más interior de los Doce. De esa respuesta y de la que darán los otros del grupo depende que la salvación del mundo, decidida por el Padre Dios, ejecutada por el Hijo, que se hizo hombre, y conducida a lo largo de los siglos por el Espíritu Santo, esté operante en el mundo hoy y haya llegado a nosotros. Se prolonga por medio del Sacramento del Orden, como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica: «El Orden es el Sacramento gracias al cual la misión confiada por Cristo a sus Apóstoles sigue siendo ejercida en la Iglesia hasta el fin de los tiempos» (N. 1536). Sabemos que en nuestro tiempo la prolongación y extensión de esa misión está amenazada, precisamente porque faltan los jóvenes que, siendo llamados a esta misión por Cristo, respondan como esos primeros apóstoles.
Antes de llamar a esos primeros cuatro, Jesús ya había comenzado su misión: «Después que Juan fue entregado, marchó Jesús a Galilea; y proclamaba el Evangelio de Dios: “El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; conviertanse y crean en el Evangelio”». Dos veces usa el evangelista la palabra «Evangelio» para describir lo que Jesús proclamaba. Este término es propio del mensaje de Cristo, mensaje que es único, porque, sólo éste, cuando es acogido en la fe, no sólo anuncia, sino que realiza la salvación eterna del ser humano. Por eso, Jesús exhorta: «Crean en el Evangelio». Si hubiera que traducirlo por otra expresión, esa traducción no debería ser «buena noticia», porque ¡no es, en primer lugar, una noticia! San Pablo, que es quien más usa la palabra Evangelio, la define así: «No me avergüenzo del Evangelio, que es fuerza de Dios para salvación de todo el que cree» (Rom 1,16).

Cuando los escritos del Nuevo Testamento fueron traducidos al latín, unánimemente se optó por conservar el mismo término griego: «Evangelium». Nadie se atrevió a reducirlo a alguna otra expresión. Asimismo, cuando se tradujo al español se adoptó el término «Evangelio». En latín existen el adjetivo «buena» (bonus, bona, bonum) y el sustantivo «noticia» (nuntius,ii, m.), pero nadie osó traducir el término griego «Euangelion» por «bonus nuntius» o algo parecido, que se aplica también a otras realidades, incluso banales. Esto lo está haciendo nuestro tiempo, después de veinte siglos, con el peligro de perder uno de los términos más propios y únicos del cristianismo. Sabemos que por el cambio del lenguaje se induce un cambio de la realidad, método muy usado por ciertas ideologías materialistas. En la definición de Evangelio dada por San Pablo se destacan los elementos de fuerza de Dios, salvación y fe. Nada de esto se destaca en la expresión «buena noticia». Dado que nuestros Leccionarios ya están editados los responsables de la proclamación de la Palabra de Dios deberían corregirlos sobre el mismo texto o, en todo caso, entrenar a los lectores para que cambien la expresión «buena noticia», cada vez que aparezca, por «Evangelio».

Hemos hecho esta reflexión en este día en que la Iglesia celebra el Domingo de la Palabra de Dios, porque el mismo Jesús, que es la Palabra de Dios hecha carne, se identifica con el Evangelio cuando promete: «Quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará» (Mc 8,35; 10,29).

Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles