Iglesia.cl - Conferencia Episcopal de Chile

Comentarios del Evangelio Dominical


Domingo 25 de Febrero de 2024

Mc 9,2-10
Nosotros mismos escuchamos esta voz venida del cielo

El relato de la Transfiguración del Señor, que se lee en la liturgia de la Palabra en este Domingo II de Cuaresma, no tiene relación de continuidad con el episodio de la permanencia de Jesús durante cuarenta días en el desierto, siendo tentado por Satanás, que leíamos el domingo pasado. De hecho, en el Evangelio de Marcos, estos relatos están separados por ocho capítulos.

Tiene, sin embargo, clara continuidad con otro episodio importante de ese Evangelio, con el cual el evangelista lo vincula expresamente con una precisa indicación de tiempo: «Seis días después, toma Jesús consigo a Pedro, Santiago y Juan y los lleva, a ellos solos, aparte, a un monte alto. Y se transfiguró delante de ellos» (Mc 9,2). (Tenemos aquí otro ejemplo de desprolijidad de quien dividió el Evangelio en capítulos − Esteban Langton en 1214−, porque hace comenzar este capítulo IX con una sentencia de Jesús con la que debió haber concluido el capítulo anterior, de manera que esta indicación de tiempo sea el comienzo del nuevo capítulo, como atina en el Evangelio de Mateo −Mt 17,1−, en tanto que en el Evangelio de Lucas queda en el interior del capítulo IX de ese Evangelio: Lc 9,26).

¿Cuál es ese episodio anterior, ocurrido seis días antes, con el cual el evangelista vincula la Transfiguración? Seis días antes, Jesús había preguntado a sus discípulos quién decían los hombres que era Él y quién decían ellos que era Él. A esa pregunta Pedro había respondido en representación de los Doce: «Tú eres el Cristo» (Mc 8,29). Desgraciadamente, en ninguno de los tres ciclos del Año Litúrgico tenemos ambos episodios en continuidad −en domingo seguidos−, a pesar de estar ambos episodios vinculados en los tres Evangelios Sinópticos. En efecto, el episodio de la Transfiguración del Señor tiene su día propio el 6 de agosto y se lee también en este Domingo II de Cuaresma, en tanto que la Confesión de Pedro, dada su importancia, se lee en los tres ciclos (Domingo 21A, 24B, 12C), pero nunca seguida de la Transfiguración, con la cual es vinculada expresamente por los tres evangelistas.

¿Por qué seis días y no otro número de días? Es tal vez lo que se preguntó Lucas al referir el episodio de la Transfiguración y, no encontrando una explicación, acentúa la continuidad, adoptando el número de días que separan un domingo del siguiente, ocho: «Sucedió que unos ocho días después de estas palabras, tomó consigo a Pedro, Juan y Santiago, y subió al monte a orar» (Lc 9,28). En efecto, «ocho días», según el cómputo habitual, es la sucesión del «Día del Señor». Es probable que la comunidad cristiana, cuando Lucas escribió su Evangelio, ya tenía un plan de lecturas y en ese plan estos episodios se leían en domingos seguidos. Otro caso de lo mismo, pero esta vez respetado por nuestros Leccionarios, lo tenemos Evangelio de Juan, en el relato de la primera y segunda presentación de Jesús resucitado en medio de la comunidad: «Al atardecer de aquel día, el primero de la semana… Ocho días después, estaban de nuevo sus discípulos dentro… (Jn 20,19.26). Siguiendo esta indicación cronológica, leemos ambos episodios en domingos seguidos, el Domingo de Resurrección y el Domingo II de Pascua.

Seis días antes de la Transfiguración, Pedro había confesado a Jesús declarando: «Tú eres el Cristo». Jesús acepta esa declaración como verdadera; pero modifica su comprensión comenzando una enseñanza nueva: «Comenzó a enseñarles que era necesario que el Hijo del hombre sufriera mucho, que sea rechazado… ser matado… Y les hablaba sobre esto abiertamente…». ¿Cómo no reconocer la identificación con el «Siervo del Señor»? Sobre éste Isaías dice: «Por su conocimiento justificará el Justo, mi Siervo, a muchos y las culpas de ellos Él soportará. Por eso, le daré su parte entre los grandes y con poderosos repartirá despojos, ya que indefenso se entregó a la muerte y con los rebeldes fue contado, cuando Él llevó el pecado de muchos, e intercedió por los rebeldes» (Is 53,11b-12). Pero este Siervo había sido presentado por Dios en estos términos: «He aquí mi Siervo a quien Yo sostengo, mi elegido en quien se complace mi alma» (Is 42,1). Jesús, anunciando repetidamente su pasión y muerte, se identifica con ese Siervo.

Pero, seis días después del comienzo de esa enseñanza, Jesús sube al monte con sus más cercanos discípulos y −dice el Evangelio de Marcos−, «fue transfigurado delante de ellos». El sujeto de ese verbo pasivo es Dios; Él lo muestra en esa «forma» a los tres discípulos y, sobre todo, la voz venida de la nube, que expresa la presencia de Dios, declara: «Este es mi Hijo, el amado; escuchenlo». Dios ya no lo llama «mi Siervo», sino «mi Hijo». Es el Hijo de Dios, uno con el Padre, Dios verdadero, quien asumió la forma de Siervo para entregar su vida por nosotros. Sabemos que el Evangelio de Marcos es contemporáneo con la Carta de San Pablo a los filipenses (se ubica en el año 63 d.C.) y allí el apóstol cita el himno cristológico ya compuesto y ciertamente a menudo recitado por los cristianos: «Se despojo de su forma de Dios… y asumió la forma de siervo, haciendose semejante a los hombres y apareciendo como hombre, se humilló a sí mismo, haciendose obediente hasta la muerte y muerte de cruz…» (cf. Fil 2,6-8). En la Transfiguración (la palabra griega es «metamorfosis», cambio de «forma = morphé) Dios mostró a los discípulos, por un instante, la forma de Dios que pertenece al Hijo como propia.

Ahora la voz del cielo puede agregar una orden: «Escuchenlo». Es una declaración divina de que, escuchando a Jesús, escuchamos a Dios mismo. El tiempo de la Cuaresma se nos ofrece como un tiempo de gracia en que debemos detenernos a escuchar la Palabra de Cristo. Hay que considerar que en el griego bíblico «escuchar» y «obedecer» se dicen con la misma palabra, sobre todo, cuando se trata de la voz de Dios. La primera orden que Jesús les dio, acabada esa experiencia, es esta: «Les ordenó que a nadie contasen lo que habían visto hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos». Y ellos la escucharon: «Ellos retuvieron el asunto (logos) para sí, discutiendo entre sí qué era eso de “resucitar de entre los muertos”». Y, cuando Jesús resucitó y recibieron el don del Espíritu Santo, ya entendieron lo que quería decir eso y comenzaron a anunciar, a evangelizar. No sólo encontramos el relato de la Transfiguración, como hemos dicho, en los tres Evangelios Sinópticos, sino también en la segunda carta de Pedro: «Les hemos dado a conocer el poder y la Venida de nuestro Señor Jesucristo, no siguiendo fábulas ingeniosas, sino después de haber visto con nuestros propios ojos su majestad. Porque recibió de Dios Padre honor y gloria, cuando la sublime Gloria le dirigió esta voz: “Este es mi Hijo muy amado en quien me complazco”. Nosotros mismos escuchamos esta voz, venida del cielo, estando con Él en el monte santo». (2Pet 1,16-18). Escuchemos esa voz también nosotros. A nosotros se nos dirige, sobre todo, cada domingo en la celebración de la Eucaristía.

Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles