Iglesia.cl - Conferencia Episcopal de Chile

Comentarios del Evangelio Dominical


Domingo 10 de Marzo de 2024

Jn 3,14-21
Nos amó hasta el extremo

El Evangelio de este Domingo IV de Cuaresma nos transmite parte del diálogo que tuvo Jesús con el fariseo Nicodemo, que era magistrado judío. Lo admirable de este diálogo es que Jesús se detiene a conversar con Nicodemo largamente y le comunica cosas que Él llama «del cielo».

El episodio es narrado en el Evangelio de Juan inmediatamente después de que Jesús expulsara a los mercaderes del templo. En esa ocasión a quienes le piden cuenta de su actitud −«¿Qué signo nos muestras?»− Jesús no da más respuesta que una sentencia enigmática: «Destruyan este templo y Yo en tres días lo levantaré» (Jn 2,19). ¿Por qué la actitud de Jesús en ese caso es tan distinta de la que tiene con Nicodemo a quien explica cosas de tanta importancia? Porque Nicodemo se acerca a Jesús con una actitud receptiva, como un discípulo a su maestro, queriendo reparar así la ironía con que habían reaccionado los judíos ante el signo que Jesús les había dado.

Nicodemo «fue donde Jesús de noche y le dijo: “Rabbí, sabemos que has venido de Dios como maestro, porque nadie puede realizar los signos que Tú realizas, si Dios no está con Él». Nicodemo reconoce que Jesús es un maestro, que viene de Dios y que Dios está con Él. Pero ¡escuchará cosas mayores! Jesús le advierte, sin embargo, que para escuchar esas cosas es necesario un acto creador de Dios mismo, es necesario «nacer de lo alto», es decir, de Dios: «En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de lo alto no puede ver el Reino de Dios» (Jn 3,3). No se trata de «nacer de nuevo», porque este nacimiento no es segundo respecto de otro anterior. El nacimiento en este mundo es natural y da inicio a una vida terrena, que termina. Jesús, en cambio, habla de un nacimiento sobrenatural, que da inicio a una vida eterna, la vida de Dios. Es, por tanto, un nacimiento único.

Aclarado esto, Jesús comienza a decir a Nicodemo esas cosas que nadie puede decir, excepto «el que bajó del cielo, el Hijo del hombre». Le revela, en efecto, el único modo en que podemos tener la vida eterna: «Como Moisés elevó la serpiente en el desierto, así es necesario que sea elevado el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga vida eterna en Él». Para tener la vida eterna es necesario el encuentro de dos cosas: que Jesús sea elevado en la cruz y que nosotros creamos en Él. Como explicación a esta enseñanza dada a Nicodemo, Jesús agrega una de las sentencias más impactantes del Evangelio: «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna». Recordamos que poco antes, refiriendose al Templo, Jesús lo había llamado la «Casa de mi Padre». Pero ahora, refiriendose a su elevación sobre la cruz, habla abiertamente de sí mismo, como del «Hijo único de Dios». La medida del amor de Dios al mundo es la entrega de su Hijo. El Pregón Pascual expresa su admiración por este hecho proclamando: «¡Oh, inestimable predilección de tu amor; para redimir al esclavo, entregaste a tu propio Hijo!».

El primero que expresa esa medida del amor de Dios al mundo −a nosotros, los seres humanos− es el mismo Hijo. ¿No hay motivo para que Él se sienta postergado, al ver que Dios ama más al esclavo que al Hijo? ¡No! ¡Al contrario! Jesús se precipitó a entregar Él mismo su vida para salvarnos a nosotros. Él y el Padre son Uno y el amor de ellos es uno. Con ese mismo amor nos han amado el Padre y el Hijo. Lo dice el mismo Evangelio de Juan cuando empieza el relato de la Pasión, como lo escucharemos el Viernes Santo: «Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo (eis telos)» (Jn 13,1). Y ese extremo (telos) llegó cuando Jesús entregó su vida en la cruz, diciendo, antes de morir: «Está cumplido» (tetélesthai) (Jn 19,30). Bien entendió esto San Pablo y así lo declara: «La vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gal 2,20).

Jesús agrega una frase que podemos llamar programática, porque reaparece al final del Evangelio de Juan, como el objetivo de toda la obra. Afirmando la necesidad de la fe para alcanzar la vida eterna, Jesús dice a Nicodemo: «El que cree en Él, no es condenado; pero el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el Nombre del Hijo único de Dios». Sabemos que en la mentalidad semita el «nombre» está en el lugar de la persona, en este caso de la Persona de Jesús, que es divina, la segunda Persona de la Trinidad. Debemos, por tanto, creer que Dios envió a su Hijo al mundo en una forma que ningún profeta siquiera sospechó, es decir, hecho hombre, asumiendo nuestra misma naturaleza en la unidad de su Persona divina: «Cuando se cumplió la plenitud del tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer» (Gal 4,4). Por eso, creer en su Nombre significa confesar que Él es verdadero Dios y verdadero hombre. Dijimos que esta fe es la finalidad del Evangelio de Juan, tal como él lo declara: «Jesús realizó en presencia de los discípulos otros muchos signos que no están escritos en este libro. Estos han sido escritos para que ustedes crean que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengan vida en su Nombre» (Jn 20,30-31).

Verdaderamente, habiendo sido reveladas estas cosas a Nicodemo y a nosotros, se cumple en nosotros lo que dijo Jesús a sus discípulos: «¡Bienaventurados los ojos de ustedes, porque ven, y los oídos de ustedes, porque oyen! Pues, en verdad les digo que muchos profetas y justos desearon ver lo que ustedes ven, pero no lo vieron, y oír lo que ustedes oyen, pero no lo oyeron» (Mt 13,16-17). Moisés, el profeta Isaías, Jeremías y todos los profetas ¡cuánto habrían deseado ver y oír a Jesús! Esto se nos concede a nosotros por puro amor.

Este tiempo de Cuaresma es para que también nosotros, como San Pablo, contemplemos el amor que nos ha tenido el Hijo de Dios y creamos siempre más en su Nombre. Considerando quién es el que nos ha amado y hasta qué punto, podremos comprender que la indiferencia es una grave ofensa.

Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles