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Comentarios del Evangelio Dominical


Domingo 17 de Marzo de 2024

Jn 12,20-33
Padre, ha llegado la hora

El Evangelio de este Domingo V de Cuaresma, tomado de Juan, está en el contexto de la entrada de Jesús a Jerusalén montado en un asno, aclamado por la multitud. El episodio es situado en relación con la Pascua e influye en el relato, desde su introducción, el «signo» de la resurrección de Lázaro: «Seis días antes de la Pascua, Jesús se fue a Betania, donde estaba Lázaro, a quien Jesús había resucitado de entre los muertos» (Jn 12,1).

«Al día siguiente, la numerosa muchedumbre que había venido a la fiesta, habiendo oído que Jesús venía a Jerusalén, tomaron ramas de palmera y salieron a su encuentro… La multitud, que estaba con Él cuando llamó a Lázaro del sepulcro y lo resucitó de entre los muertos, daba testimonio. También por esto vino a su encuentro la multitud, porque habían oído que Él había hecho aquel signo» (Jn 12,12-13a.17.18).

Un grupo particular de judíos, que venían a Jerusalén para la Pascua, provenía de comunidades judías establecidas en el mundo helenístico, es decir, en Asia Menor y Grecia: «Había algunos griegos (hellenes) de los que subían a adorar en la fiesta». Vienen desde más lejos, pero ha llegado hasta ellos noticia de Jesús. Por eso, se dirigen a uno de los Doce, que tiene nombre griego –Felipe «Fíl-ippos» (amigo del caballo)−, para conseguir acercarse a Jesús: «Estos se dirigieron a Felipe… y le rogaron: “Señor, queremos ver a Jesús”». Involucran también al otro de los Doce que tiene nombre griego, Andrés (varonil), y que parece tener más influencia (en este Evangelio es el primero de los que siguieron a Jesús, cf. Jn 1,40): «Andrés y Felipe fueron a decirselo a Jesús». Respondiendo a esta petición, Jesús hace declaraciones de gran importancia.

«Jesús les respondió: “Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo de hombre”». Hasta aquí la advertencia había sido que «aún no había llegado su hora» (Jn 2,4; 4,21.23; 5,25.28; 7,30; 8,20). Este cambio debió haber impactado a sus discípulos. Jesús aclara que es la hora de su glorificación. Pero, inmediatamente, para evitar malentendidos, aclara en qué consiste «su gloria»: «En verdad, en verdad les digo: si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, permanece él solo; pero si muere, produce mucho fruto». Jesús era ya «Hijo del hombre», como se expresa refiriendose a sí mismo. Él, siendo Hijo de Dios, se hizo también Hijo del hombre, en cuanto nacido como verdadero hombre en esta tierra. Él ya ha cumplido la condición del «grano de trigo que cae en tierra». Su glorificación consiste ahora en producir mucho fruto y, para esto −Él lo ha dicho− el grano de trigo debe morir. La gloria de Jesús consiste en su muerte en la cruz. Ese es el acto supremo de la historia humana, que dio a Dios la gloria que merece y obtuvo la salvación del género humano.

Esta es la historia de Jesús, en cuanto que Él se hizo hombre y habitó entre nosotros, «tomó la condición de esclavo, haciendose semejante a los hombres y apareciendo en todo como hombre» (Fil 2,7). Pero esto somos también todos los seres humanos; todos somos también «granos de trigo caídos en la tierra». Por eso, Jesús sigue con una sentencia general que se refiere a todos: «El que ama su vida (psyché), la pierde; y el que odia su vida (psyché) en este mundo, la guardará para una vida (tsoé) eterna». Para referirse a la vida terrena mortal −«vida en este mundo»− Jesús usa una palabra distinta que la que usa para referirse a la vida eterna, porque ambas no son comparables. En efecto, la vida eterna es una participación de la vida divina. Pero ésta no se recibe, sino entregando esta vida terrena. El grano de trigo, que somos cada uno de los seres humanos, está llamado a morir con Cristo, a entregar la vida, para «producir mucho fruto», como lo enseña Jesús poco más adelante, en la analogía de la vid: «El que permanece en mí y Yo en él, ese da mucho fruto, porque separados de mí nada pueden hacer» (Jn 15,5). Más aún, este es el único modo en que nosotros podemos dar gloria a Dios: «La gloria de mi Padre está en que ustedes den mucho fruto y sean mis discípulos» (Jn 15,8).

Jesús retoma el tema de «su hora» y revela la lucha (agonía) que tuvo que sostener para alinear perfectamente su voluntad humana a la voluntad divina: «Ahora mi alma (psyché) está turbada. Y ¿que voy a decir? ¿Padre, líbrame de esta hora? Pero ¡si he venido a esta hora para esto!». Vence toda tentación, decidido a emprender su pasión y muerte, con estas palabras: «Padre, glorifica tu Nombre». Es la misma que debemos usar nosotros para vencer la tentación y hacer la voluntad de Dios: «Padre nuestro… santificado sea tu Nombre… hagase tu voluntad…».

Una vez decidido a abrazar la cruz y así glorificar el Nombre de Dios, Jesús es reconfortado con la voz del Padre: «Lo he glorificado y de nuevo lo glorificaré». Aunque la multitud no haya entendido esa voz divina, Jesús declara: «Esta voz no ha venido por mí, sino por ustedes». En esa primera glorificación del Nombre de Dios podemos discernir una nueva alusión a la resurrección de Lázaro. En efecto, antes de llamarlo del sepulcro, Jesús había dicho a Marta: «Si crees, verás la gloria de Dios» (cf. Jn 11,40). ¡Y ella, entonces, la vio! Pero el Nombre de Dios será glorificado de nuevo con la gloria que merece, solamente con la muerte y resurrección de Cristo, que nos concede a nosotros la vida eterna. Así comienza Jesús su oración sacerdotal, con la cual ofrece al Padre el sacrificio redentor: «Alzando los ojos al cielo, dijo: “Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti”» (Jn 17,1).

Este es el misterio de la fe, al cual nosotros nos incorporamos cada vez que participamos del sacrificio de Cristo. Lo haremos solemnemente en el Triduo Pascual y lo hacemos cada domingo en la Eucaristía. La Semana Santa no es tiempo para disfrutar de este mundo, de «amar la vida en este mundo»; es tiempo de entregarla, uniéndonos a Jesús, para gozar de su misma vida divina.

Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles