Iglesia.cl - Conferencia Episcopal de Chile

Comentarios del Evangelio Dominical


Domingo 24 de Marzo de 2024

Mc 11,1-11
Él me invocará: «Tú, mi Padre, mi Dios»

Uno de los momentos más llamativos y populares de la vida pública de Jesús es su entrada en Jerusalén montado en un asno, aclamado por la multitud. Viene a Jerusalén para enfrentar su pasión y muerte y, por eso, se celebra este episodio como introducción a la Semana Santa, en que contemplamos esos hechos, que nos obtuvieron la salvación. Dado que la multitud agitaba al paso de Jesús ramas de palmera y extendía en el camino follaje de otros árboles, se ha dado a este domingo, en que recordamos ese episodio, el nombre de «Domingo de Ramos».

En realidad, ese episodio lo recordamos no solo el Domingo de Ramos, sino también cada vez que celebramos la Eucaristía. En efecto, antes de comenzar la Plegaria Eucarística, en la que se hace presente Jesús ofreciendo sobre el altar su Cuerpo y su Sangre en sacrificio, los fieles repetimos las mismas palabras con que los judíos lo aclamaban en esa ocasión: «¡Bendito el que viene en el Nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!».

Entre estas dos aclamaciones que nosotros repetimos en cada Eucaristía, los judíos intercalaban otra que es, en realidad, la que Jesús quería representar: «¡Bendito el reino que viene, de nuestro padre David!». Así se explica su decisión de entrar en la ciudad montado en un asno, que era la cabalgadura en que entraba el rey en la Ciudad de David para tomar posesión de su reino, como se relata en la sucesión del mismo rey David (cf. 1Re 1,33-35). Jesús considera necesario poner ese signo, como lo dice en el mensaje con que envía a dos de sus discípulos a buscar el animal: «El Señor lo necesita». De esta manera Jesús quiere expresar que Él es el hijo de David, anunciado por los profetas, y, sobre todo, que se cumple en Él lo anunciado por el ángel Gabriel a María su madre sobre el Hijo engendrado en su seno: «El Señor Dios le dará el trono de David, su padre, y reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su Reino no tendrá fin» (Lc 1,32b-33). La multitud entendió el signo y, por eso, lo aclaman como «el reino de David que viene».

Pero, precisamente, este título es el que determinará la condena que lo llevará a su crucifixión y muerte. El título de «Hijo de David y rey de Israel» estaba asociado al de «Ungido e Hijo de Dios», como se lee en el Salmo 89, hablando Dios: «Encontré a David, mi siervo. Con óleo santo lo he ungido… El me invocará: “¡Tú, mi Padre, mi Dios y Roca de mi salvación!”. Y Yo haré de Él el primogénito, el Altísimo entre los reyes de la tierra» (Sal 89,21.27-28). Este Salmo es posterior a David y está anunciando a un personaje futuro que le dará cumplimiento. Con su entrada en Jerusalén, Jesús quiere representar que el Ungido y el único que puede, con propiedad, llamar a Dios: «Mi Padre» es Él. Y es esto lo que las autoridades judías rechazaron, considerandolo una blasfemia. En efecto, en la lectura de su Pasión, que leemos este «Domingo de Pasión» en la versión de Marcos, vemos que el juicio ante el sanhedrín estaba fracasando, porque las acusaciones contra Jesús no coincidían, hasta que el Sumo Sacerdote le hizo directamente la pregunta decisiva: «¿Eres tú el Cristo (el Ungido), el Hijo del Bendito?». Como hemos dicho, Jesús ya había respondido a esta pregunta con su entrada en Jerusalén como «el reino de David que viene». Pero ahora la responde por medio de su palabra, que es más impresionante, porque hasta ese momento había permanecido en silencio: «Yo soy, y ustedes verán al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y venir entre las nubes del cielo».

Habría bastado la respuesta: «Yo soy», que tiene un sentido doble. Uno es el inmediato: «Soy el Cristo y el Hijo del Bendito»; otro, más impactante aún, es la revelación de su identidad asumiendo el mismo Nombre con el que Dios se reveló a Moisés: «Dirás a los israelitas: “YO SOY” me ha enviado a ustedes» (Ex 3,14). Decíamos que habría bastado esa respuesta impresionante, con la cual declara su divinidad. Pero Jesús agrega, como confirmación de lo dicho, que Él está al mismo nivel que Dios: «Verán al Hijo del hombre sentado a la derecha del Poder». Así declara que las palabras de David del Salmo 110 se refieren a Él, que Él les da cumplimiento: «Oráculo del Señor (Yahweh) a mi Señor: “Sientate a mi derecha”» (Sal 110,1). Jesús estaba detenido y humillado ante ese tribunal de hombres movidos por la envidia, pero nunca expresó de manera tan clara su condición divina. Esta contemplación de Jesús es la que mueve a la Santa Doctora de la Iglesia Teresa de Jesús a amar a Cristo en grado sumo: «Tú me mueves, mi Dios, mueveme el verte clavado en la cruz y escarnecido; mueveme el ver tu cuerpo tan herido, muevenme tus afrentas y tu muerte… Mueveme, en fin, tu amor, y en tal manera, que, aunque no hubiera cielo, yo te amara…».

Según algunos intérpretes fue esa identificación de Jesús con el personaje a quien David llama «mi Señor» en el Salmo 110 lo que le trajo la condenación a muerte de parte del Sumo Sacerdote y de los otros sacerdotes de ese tribunal. Ese Salmo continúa con el oráculo divino: «El Señor lo ha jurado y no se arrepiente: “Tú eres sacerdote eterno, según el orden de Melquisedec”» (Sal 110,4). Los sacerdotes del sanhedrín eran de la tribu de Leví y tenían el sacerdocio de Aarón. Pero el sacerdocio de Melquisedec, que reivindica Jesús, es superior, en cuanto que Abraham, que es padre de Leví, pagó a Melquisedec el diezmo de todo: «Abraham engendró a Isaac, Isaac engendró a Jacob, Jacob engendró a Judá y a sus hermanos» (Mt 1,1). Uno de esos doce hermanos es Leví. Jesús declara, por tanto, que siendo Él ese sacerdote eterno, del orden de Melquisedec, posee un sacerdocio superior al de sus jueces. La Epístola a los Hebreos lo explica así: «Aquellos sacerdotes fueron muchos, porque la muerte les impedía perdurar. Pero éste (Jesús) posee un sacerdocio eterno porque permanece para siempre. De ahí que pueda también salvar perfectamente a los que por Él se acercan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor. Así es el Sumo Sacerdote que nos convenía: santo, inocente, incontaminado, apartado de los pecadores, encumbrado por encima de los cielos, que no tiene necesidad de ofrecer sacrificios cada día, primero por sus pecados propios, como aquellos Sumos Sacerdotes, luego por los del pueblo: y esto lo realizó de una vez para siempre, ofreciendose a sí mismo» (Heb 7,23-27).

Asistimos este domingo al relato de la forma en que Jesús, como sacerdote eterno, se ofreció a sí mismo en sacrificio, de una vez para siempre, para el perdón de los pecados de toda la humanidad. Nuestra Eucaristía dominical o diaria no multiplica el sacrificio único de Cristo; lo hace presente sobre el altar, en este momento y lugar, con toda su eficacia de salvación, para quienes participan, haciendose uno con Cristo, por medio de la Comunión, como lo expresa San Pablo: «Estoy crucificado con Cristo y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gal 2,19-20).

Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles